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Operar con el espacio u operar con los lugares


Henri Cartier-Bresson

Muchos arquitectos operan —tanto cuando proyectan, así como cuando construyen— en un espacio euclidiano homogéneo, vacante y amorfo. Se aplican a conferirle forma a través de la coexistencia coherente de elementos constructivos tales como suelos, paredes y cubiertas. Sólo cuando el proceso de diseño se ha cumplimentado en la entidad proyectada, el espacio adquiere vocación de forma, la que sólo se materializa efectivamente mediante la construcción acabada. La vida, entonces, viene después.
Pero operar arquitectónicamente con lugares implica formas de concepción, proyecto y hasta construcción e implementación diferentes. En primer lugar, porque no se opera en un espacio abstracto, sino en entidades concretas con características de campo espaciotemporal, afectadas desde un principio por la presencia y población humana. Los lugares son heterogéneos, poblados y estructurados. El arquitecto que opere con lugares no modelará una entidad amorfa, sino que comenzará por reconocer la estructura peculiar del lugar, comprenderá las secuencias de trasformaciones deseables, oportunas o forzosas, los acondicionamientos efectivamente demandados y obedecerá a la vocación de forma del lugar habitado, según las solicitaciones propias del habitante y de sus circunstancias allí y entonces. La vida humana ha tenido lugar desde el principio.

La arquitectura del lugar (III)


Eva Rubinstein (1933)

Si la arquitectura del lugar es la resultante de la concurrencia y síntesis de los factores humanos fundamentales con las circunstancias locales, se hace necesario reconsiderar nuestras ideas generalmente recibidas acerca de la poética y la estética.
Nada puede ya esperarse de una estética que se reduce a considerar apenas las cosas proyectadas y construidas. Sólo a partir de los roces, las fricciones y las texturas vividas es posible considerar una percepción estética propia de la inmersión de los habitantes. Pero las consecuencias más trascendentes, a mi juicio, aparecen en la dimensión poética. El obrar de los arquitectos profesionales se aplicaría, entonces y con sensatez, afecto y sensibilidad a dejar a la vida tener lugar.
Se trataría de una poética emancipadora de las energías de la vida humana. ¿Acaso no es hermoso soñar con tal posibilidad?

La arquitectura del lugar (II)


Margarethe Michaelis (1902-1985)

El lugar, dijimos, se conforma humanamente estructurado y localmente configurado.
Esta tensión tiene consecuencias éticas, prácticas y metodológicas. Así, en el reconocimiento, consideración y respeto de toda estructura fundamental del lugar tenemos un resguardo ético con lo humano como condición. Por otra parte, en las condiciones locales y de circunstancia, tenemos a disposición los recursos prácticos para la consecución del acondicionamiento habitable del lugar. Al análisis pormenorizado de estos aspectos le sigue, necesariamente, una síntesis que haga de la arquitectura del lugar una unidad allí donde el sujeto tenga lugar.
Y si lo humano se enseñorea sobre las circunstancias, entonces brilla en todo su esplendor la libertad humana finalmente conquistada. ¿Nos será posible esta forma de la felicidad?

La arquitectura del lugar (I)


Bernice Abbott (1898-1991)

Mientras que la estructura fundamental del lugar se construye, básicamente, con la generalidad de los factores humanos, la arquitectura del lugar, por su parte, se conforma con la particularidad local del emplazamiento y las circunstancias.
El paso de la estructura a la arquitectura del lugar es sutil, aunque lo quisiéramos cognoscitivamente claro y resplandeciente. Puede sospecharse que son aspectos contrapuestos de una misma entidad. El lugar, así, aparece humanamente estructurado y localmente configurado.
Conocer esto es conseguir atisbar cuán sutil, cuán delicada es esta contrastación fundante del lugar. Saber de esto ya es empresa que sólo podemos entrever en un futuro que hemos de construir con no pocas fatigas y esfuerzos.

Texturas


Gunnar Smoliansky (1933- )

Es conveniente prestar una peculiar atención a las texturas en arquitectura.
No es sólo ni apenas un asunto de piel, sino de un sentido del tacto propio de las arquitecturas del habitar, estructuras sensibles que siempre andan rozando las arquitecturas sabiamente ríspidas. Son las burbujas pericorporales las que tantean en los pormenores superficiales de las construcciones materiales. Son las envolventes sutiles del cuerpo las que van a dar, con leves roces, con los muros, a veces hasta con los cielorrasos, siempre con los pisos.
En arquitectura, las texturas demandan una peculiar atención, más allá de las solicitaciones puramente visuales que parecen demandarnos de forma abrumadora. Es preciso sentir las arquitecturas en formas complementarias a los encantamientos de la pura luz, para considerar estos delicados tactos.

La piel


Hollie Fernando

Cuando la estructura fundamental del lugar poblado por el cuerpo toma contacto adecuado, digno, decoroso y pleno con la arquitectura convencional es que la piel tiene su especial deleite.
La buena arquitectura viva, entonces, es la que gratifica su caricia sobre la piel. La buena arquitectura viva es la que se deja rozar con el placer que nutre tanto el interior como el entorno inmediato del aquí intensamente poblado. La buena arquitectura viva es esa que siente la piel al descubierto y la que se juzga con la más frágil y sensitiva condición.
Porque allí, en el lugar de la brisa, en la frontera entre la plena luz y el abrigo de las penumbras, allí mora el cuerpo arropado con tan solo su piel.

Las voces y los ecos


Eduardo Gageiro (1935- )

Hay ocasiones en donde se puede experimentar una cierta generosidad en la arquitectura del lugar.
Una de las medidas —y no la menos importante, por cierto— es el intervalo entre los rumores de la vida y el eco en las profundidades del ámbito. De las voces a los ecos comprende un espacio-tiempo de honduras que es gozoso experimentar en la expansión prudente del cuerpo en el lugar. La reverberación de los pasos, de los murmullos circunspectos, de los roces de los cuerpos es la medida propia de la magnificencia de una arquitectura que no necesita de más ornato para denotar su escala.
No cualquier enormidad es una grandeza, pero cuando esta última tiene efectivo y oportuno desempeño, constituye el gesto espléndido propio de lo singular.

Arquitecturas del lugar (VII) La gran escalera


William Henry Pyne (1769–1843) La gran escalera en Carlton House (1819)

Una escalera que en verdad pueda considerarse un lugar magnífico (y no sólo ampuloso o pretencioso) constituye un homenaje a la marcha majestuosa de la persona que la habita.
Existe un delicado punto de equilibrio entre una profundidad perspectiva generosa, una apreciable altura ganada, una amplitud conforme del paso y las fatigas que supone su práctica. Nada de naderías, pero tampoco de excesos. Una escalera magnífica de verdad se practica de modo solemne y grave, porque subir y bajar una escalera, ya se ha visto antes aquí, es un asunto solemne y grave.
Todas las dimensiones que afectan la estructura fundamental del lugar están implicadas en la habitación esforzada de una majestuosa sucesión de peldaños que se transitan paso a paso, con seguridad, dignidad y elegancia.

Arquitecturas del lugar (VI) El altillo


Anders Zorn (1860–1920) Atelier (s/f)

Allí en lo alto de la casa, al abrigo del tejado, ocurre el lugar destinado al cultivo de la imaginación.
El altillo tiene vocación de atelier, de estancia peculiar para el desarrollo del self, la cámara de los ensueños que harán eclosionar la personalidad. Una de las pocas fortunas de una vida puede radicar en contar con la posibilidad de retirarse hacia el encuentro de uno mismo allá en las alturas, ir dar con lo que la vida produce e inflige.
La arquitectura del altillo no suele prodigarse en grandes gestos confortables, a excepción de la distancia adecuada que guarda con el resto del mundo. En el caso de constituir un atelier, es fundamental su luz especialmente localizada, que resultará, en definitiva, el mejor maestro de pintura de los que se tenga noticia. El resto de las dimensiones se recortan con especial sujeción a la burbuja pericorporal: nada sobra, pero nada falta, en lo esencial.
El altillo resulta así una especie de entrañable espejo para su habitante.

Arquitecturas del lugar (V) Una logia hacia el mar


Martinus Rørbye (1803–1848) Una logia en Procida (1841)

Según parece, nuestra existencia tiene lugar efectivo en una estancia en lo liminar.
Habitamos horizontes tanto como fronteras, umbrales y bordes. Habitamos entre regiones diferentes, entre diversas condiciones, acaso siempre entre. Por ello, disponer de una logia hacia el mar puede constituir una estructura de las más ansiadas por el espíritu humano: un lugar para estar afrontando el paisaje fundamental en sus constituyentes esenciales de aire, tierra, agua y energía en constante concierto. No importan tanto los pormenores tectónicos de detalle como esa propia condición liminar.
Allí la profundidad perspectiva es la propia del paisaje, absoluta, tal como su altura y amplitud. Y no obstante la conformación particular de la arquitectura de la logia contiene la estructura fundamental con arreglo especial a sus dimensiones humanas. Allí donde estamos y nos abrigamos, nos aloja la estructura que nos permite, precisamente, arrojarnos hacia lo que vendrá más allá del horizonte. Mientras tanto, tras la logia reside la región de la vida ya vivida, los reservorios de la memoria y el olvido.
Así es que, convenientemente aupados en una eminencia, nos resguardamos seguros y relajados con perspectivas controladas sobre el entorno. ¿Se puede pedir algo mejor? ¿Hay alegrías más esenciales que la respiración, el roce de la irradiación solar, el rumor distante del paisaje? ¿Puede acaso un bachelardiano humble logis contener mayor riqueza material y simbólica?

Arquitecturas del lugar (IV) Ámbitos aquejados por el gigantismo


Berenice Abbott (1898 - 1991) Penn Station, Manhattan (1935)

En aquellos ámbitos aquejados por el gigantismo, se verifica una dispersión de la estructura fundamental del lugar por obra de la rarificación de las dimensiones propiamente humanas de éste.
El ámbito gigantesco pierde su densidad conforme propia del lugar habitado, para devenir una estructura que sojuzga el ánimo y somete a los cuerpos a una minimización simbólica. Si la profundidad perspectiva, la altura o la amplitud superan una cierta medida, las dimensiones dejan de ser, propiamente, humanas, para adquirir otros valores presumiblemente suprahumanos. Las personas, allí, se comportan ya como masas, ya como perplejos transeúntes en busca infructuosa de algún rincón propicio.
No se puede hablar, sin embargo, de deshumanización. Sí de rarificación. Porque es humano y sólo humano el impulso acaso irrefrenable hacia la consecución de estructuras que estén proporcionados a las escalas propias de los gigantes que sólo la razón y la sinrazón humana pueden llegar a concebir.
Antes de condenar a priori el gigantismo, debe ser aclarada con rigor su propia condición y naturaleza.

Arquitecturas del lugar (III) El comedor burgués


Viggo Johansen (1851 –1935) Cena de artistas (1903)

Las reuniones en corro en torno a la comida han constituido el signo por excelencia de la interacción social.
Es que en torno a la comida nos hemos vuelto gente. La mesa de comedor, su servicio de vajillas y cubiertos, las sillas y los comensales constituyen una arquitectura propia del lugar en que celebra la señalada ocasión de estar juntos en mutuo concierto.
La mesa debe alojar a los convocados en condiciones en donde todos puedan verse y conversar entre sí, de lo que se infiere que una mesa perfecta es una mesa circular o, mejor aún, toroidal. No obstante, las mesas burguesas suelen ser rectangulares, lo que jerarquiza las posiciones que no por casualidad son denominadas cabeceras. De ello deriva una minuciosa etiqueta que reparte sus comensales por su relativa afinidad protocolar con el actor principal del banquete.
El comedor burgués, como arquitectura propia de un lugar, supone una estructura fuertemente centrada tanto por la disposición del mobiliario y el servicio, así como por obra de la ordenación de los cuerpos y por obra de la distribución de la luz. Domina, por lo general, una atmósfera generalizada de gozoso estrépito y ánimo jovial, convenientemente aderezados por los manjares y las bebidas.
Esta concentración debe equilibrar cuidadosamente con el aforo disponible y con la concurrencia efectiva, con lo que el comedor burgués debe expandirse y contraerse según las circunstancias, so pena de superpoblación extenuante o de fría constitución agorafóbica. Quizá por esta razón, en la actualidad y por obra de la estrechez cotidiana, los banquetes de algún aparato ya no pueden ser celebrados en casa y deben mudarse a ámbitos especialmente acondicionados al efecto en clubes y restaurantes.
Por esto, el comedor contemporáneo es apenas un relicto de lo que fueron, en su tiempo y circunstancias, los antiguos comedores burgueses.

Arquitecturas del lugar (II) El café


Luigi Loir (1845–1916) Café en la noche (1910)

En este caso, todo empieza y todo termina con una fulgurante presencia en la noche ciudadana. Un lugar habitado así es, en esencia, un punto de luz en la oscuridad.
Podría tratarse de un puerto o zona franca, estación en donde ritualizar los encuentros, las pausas, las contemplaciones detenidas de la vida. Se trata de un punto singular en el entramado laberíntico de todas las sendas ciudadanas. De cuán lejos puede llegarse a éste, no es posible determinarlo a ciencia cierta (uno puede llegar a cruzar todo el ancho del Río de la Plata para llegar a tomar un café en el famoso Tortoni de Buenos Aires, y recompensar con creces la empresa). Por otra parte, su hondura es la propia de los tertulianos que eligen los rincones más recónditos para amparar sus charlas. Un café tiene que tener, además, una altura que los vuelos de la imaginación de los parroquianos merezcan y se agradecen los pormenores de los cielorrasos y vitrales. Pero parece que la dimensión cabal de un café la da su amplitud: la medida en que se desarrolla ampuloso hacia la acera ciudadana.
Ni hay que decirlo, la dimensión osmotópica es esencial para la arquitectura propia del lugar café: las asociaciones de fragancias son factores atractores tan poderosos como la reputación histórica. A la algarabía de platos y cucharillas se le suma los rumores de la conversación distendida en donde cada mesa constituye un mundo hecho a la medida de la confidencia.
Toda esta estructura es mantenida en funcionamiento tan eficaz como discreto por ingentes esfuerzos de trabajadores de servicio que se deslizan furtiva y atentamente de emplazamiento en emplazamiento. Un mozo es un actor completo de la performance ergotópica del establecimiento tanto desde su disposición al servicio como en su presencia.
Pero todo en un café empieza y termina por constituir una fragante y resplandeciente presencia en el paisaje ciudadano. Una suerte de faro para navegantes urbanitas.


Arquitecturas del lugar (I) El emparrado


Santiago Rusiñol (1861– 1931) El emparrado (1914)

He aquí una arquitectura especialmente concebida para el deambular de modo simple, noble y grato.
Las sendas se desarrollan en magnitud conforme tanto en lo que refiere a la profundidad perspectiva (generosa, pero sin exceso de hondura), una amplitud merecedora del encuentro interpersonal y una altura ajustada (holgada, aunque permite apreciar los pormenores de detalle con suficiente proximidad).
Los pormenores amenos de la vegetación están al alcance de la mano, lo que supone un acuerdo tácito con los viandantes que supone en estos un comportamiento educado. La estructura construida acondiciona un interior practicable beneficiado por la sombra, a la vez que articula con los exteriores profusamente cultivados que se reservan a la contemplación a distancia. Los adentramientos propios de este emparrado suponen un vagabundeo lento, una respiración pausada y una calma atención estética.
El emparrado, tal como luce en la pintura, es un paisaje que ha alejado dos importantes elementos estructurales: el cielo y el horizonte. Esto resulta en una proximidad terrestre generalizada, un rincón multicolor en donde las plantaciones son protagonistas de la conformación del lugar. Por ello, todo lo que está por aparecer es el detalle de deleite que nos salta al paso, al cambio de rumbo, al azar gozoso de la mirada. Recíprocamente, la memoria y el olvido se pierden en una lejanía que deja, al menos por un instante, de acecharnos.
Es una celebración de las fragancias, de las sombras reparadoras, de la inspiración morosa, de los rumores agradables al ánimo. No por casualidad, el autor de la ilustración es, a la vez, pintor, poeta y dramaturgo. Puso allí su atención sensible y nosotros estamos en deuda para siempre con ello.
Mientras tanto, del otro lado de la tela pintada, todo es una fiesta de las luces fragmentadas, las penumbras hondas y las sombras que a toda la piel gratifica.

Arquitecturas del lugar en oposición a la consabida arquitectura de edificios


Everett L. Shinn (1876–1953) Washington Square (1910)

El desafío autoasumido aquí es desarrollar una literatura ancilar que registre los pormenores en que la estructura fundamental del lugar adopta una peculiar forma efectiva en determinadas arquitecturas del lugar.
De lo que se trata es de esquivar toda descripción arquitectónica tradicional, la que se detiene en las configuraciones proyectuales o tectónicas de los edificios. En cambio, es preciso dar cuenta de cómo ciertos ámbitos pueden ofrecer sus valores efectivos propios de las dimensiones efectivas del lugar, tal como es posible sistematizarlas en aquello que aquí se denomina estructura fundamental del lugar.
Abordaremos entonces ciertos ámbitos peculiarmente ilustrados a título de ejemplos en que pretenderemos ilustrar(nos) acerca de la performatividad de un método del que, seguramente, aprovecharía mejor y en un futuro a una antropología científica del habitar.

Vacíos y llenos


Peter Marlow (1952-2016)

La arquitectura de los edificios es una articulación de vacíos y llenos.
Por su parte, la arquitectura de los lugares también tiene esta característica, pero con las regiones exacta y recíprocamente intercambiadas. Así el lleno del edificio se hurta a la vida, mientras que en los intersticios de la obra es donde ésta campea a sus anchas. El lleno del edificio es una escultura de gran tamaño relativo, mientras que sus rincones vacantes apenas contienen las palpitaciones del habitar. Se trata de dos arquitecturas opuestas y complementarias, en donde una muy sutil membrana constituye la forma en que interactúan.
Esta tan tenue membrana es la forma cabal y auténtica de la arquitectura que sirve a su finalidad trascendente.

La arquitectura y la vida


Domenico Riccardo Peretti Griva (1882-1962)

Es constatable que en las fotografías de arquitectura las personas suelen estar ausentes.
En contadas ocasiones, una figura humana apenas llega a fijar por proporciones la escala de la ocurrencia arquitectónica. Así, la fotografía arquitectónica es un canto al espacio vacío. Las cosas, por lo general se muestran tan ordenadas que delatan un arreglo “para la foto” que termina por constituir otro recurso retórico que abomina la vida humana en la majestad de masas y espacios.
Todo se confabula para separar el espectáculo de la obra tectónica prístina de todo roce con lo que efectivamente llevamos a cabo cuando la arquitectura se habita. Y este apartamiento es dramático y culposo. La obra toma una distancia retóricamente insalvable con su finalidad. Así, el emprendimiento constructivo consigue ofrecerse como mercancía, a costa de su condición más esencial.
Por esta razón, en este sitio hemos insistido cada día en aportar iconografías significativas acerca de qué cosas hacen las personas en sus lugares, antes que ofrecer hermosas imágenes de puras obras de arte.

Dimensiones fundamentales del lugar


John William Waterhouse (1849 –1917) Lamia (1909)

El Lugar es algo más que la vivencia de la vida cotidiana. Es el ‘momento’ en el que lo concebido, lo percibido y lo vivido adquieren una cierta coherencia estructurada”
Andrew Merrifield, 1993

Hay que pensar en forma particularmente honda en qué cosa mentamos cuando decimos tener lugar. Tiene lugar aquello que ocurre en la plena efectividad del espacio y el tiempo. Lamia, así como se la ilustra, tiene lugar en las precisas circunstancias en que aquello que piensa, representa y vive se alían inextricablemente en una estructura. Esta estructura es, precisamente, Lamia, la que tiene lugar allí y en ese entonces. Existimos teniendo lugar.
Y esto significa algo sustancialmente distinto de ocupar un sitio. Significa una aleación íntima de representación simbólica, de imaginación y de una realidad de la que apenas Lamia puede saber y vivir.
Por ello es que todas las Lamias que se maravillan con su propia imagen en la superficie del agua. Porque en ese instante comprueban con el estremecimiento de su piel que tienen lugar allí, entre las rocas y los lirios, a la sombra.

Que nada turbe su calma


Burano, Italia

Una vez que se ha conseguido que las cosas y las gentes armonicen con ejemplar desempeño, que nada turbe su calma.
En efecto, una vez que la mano que ase y considera las cosas del habitar encuentra el guante que le ajusta confortablemente, se consigue una alegría esencial y calma. Esencial, porque nada falta y nada sobra. Calma, porque uno entonces puede respirar a sus anchas, en equilibrio con su situación.
Silencio, se vive.

Las reglas del juego


Willard Metcalf 1858- 1925) Verano en Hadlyme (1900)

Quién pudiese dar con las secretas (u olvidadas) reglas del juego de la arquitectura del lugar.
Quién pudiese olvidar todos los errores aprendidos en la Academia.
Quién pudiese rescatar del fondo de su alma el onironauta que ha olvidado convocar.
Quién pudiese escuchar con atención la voz profunda del deseo de habitar.
Quién pudiese.