Introducción
Erguidos sobre la
superficie de la tierra, criados morosamente y libradas sus manos del
compromiso locomotor, los seres humanos pueblan la tierra; tienen lugar. Proyectan,
desde su fragilidad biológica, una fortaleza social y cultural: desarrollan
mañas de recolección, caza y cultivo, disponen de tácticas y estrategias de
supervivencia, se alían y compiten, se confabulan y transforman, erran y se
aquerencian, modelan las circunstancias.
Así marchan, trepan y
descienden, abren sus brazos sobre la amplitud de sus asuntos y hacen suyo un
tiempo que deben acompasar con el cósmico. Hablan y se escuchan; se convocan al
calor del fuego o al reparo de las sombras, aprenden a inteligir sobre aquello
que muestra la luz y a escudriñar en lo que se oculta en la penumbra. Sus
cuerpos hacen suyo un mundo de cosas que pueden asir, lanzar y considerar; sus
pulsiones tejen complejas redes de amores y celos; mientras que el naciente trabajo
suscita relaciones de solidaridad y competencia. Se constituyen grupos con sus
reglas que hacen de la tierra unos territorios a defender y conquistar.
Reconocen el horizonte tras el cual aguardan tanto las cuestiones por averiguar
así como el mundo de lo muerto, aquello que se recuerda y también lo que se
olvida. Construyen un mundo, un orden contingente de relaciones apenas
sustraído a lo necesario y natural. Conocen la peculiar contextura de las
cavidades, de los interiores que pueden cobijar.
Y encima tienen al cielo,
donde mora el deseo, el curso del tiempo y el destino.
Ilustración
1 Gaines Ruger
Donoho (1857- 1916) La Marcellerie
(1881)
Un sitio físico, por merced de la
presencia humana deviene un paisaje estructurado tanto en las dimensiones
físicas clásicas como en las originadas en el propio habitar.
Los
primeros componentes de la estructura fundamental del lugar
Todo lugar puede ser observado de modo riguroso y en los términos más generales posibles, como una estructura, esto es, una trama que vincula entre sí a diversos componentes fundamentales.
Ilustración
2 Pedro Figari
(1861- 1938) Pampa (s/f)
Todo lugar, en principio, constituye
una estructura fundamental. Tal estructura vincula entre sí a la tierra, el
cielo, el horizonte y aquellos que lo habitan.
Así, la tierra, el
cielo, el horizonte que los articula y el propio habitante son componentes
necesarios para la constitución de un lugar, no sólo por su existencia de cada
uno de estos por separado, sino, sobre todo, por las relaciones mutuas que
entablan. La estructura fundamental del lugar es aquello que puede predicarse
siempre de un caso concreto, cuando se lo señala como lugar.
El cielo se despliega
por todo lo alto y es la región de todo aquello que no podemos alcanzar, el
origen de todo aquello que se nos impone como estado del tiempo: la luz, el
viento, las precipitaciones, el tono general que ampara el lugar. Por su parte,
la tierra es aquello que pisamos, el sustento primordial de nuestra existencia,
lo que, si bien está a la mano, debemos conquistar, defender y cultivar, el
fondo principal de las figuras de los territorios en que habitamos.
Precisamente allí en donde se tocan y diferencian las regiones fundamentales, entre tierra y cielo se despliega el horizonte que los articula y tiene lugar el habitante. Habitamos, en lo fundamental, horizontes. El horizonte es el elemento ordenador de todo paisaje: señala los confines del lugar en la tierra, a la vez que cierra la bóveda del cielo propio del lugar. Todas y cada una de las articulaciones que dan forma particular y que conforman la arquitectura del lugar se disponen en referencia a la figura del horizonte.
Ilustración
3 Jan Lievens
(1607- 1674) Los cuatro elementos y las
edades del Hombre: Tierra y madurez (1668)
¿Qué elemento está, en principio, a la
mano? ¿De qué están hechas las cosas obras del Hombre? ¿Hacia dónde iremos, cuando nos cansemos de
trajinar, expulsados para siempre del Paraíso?
La tierra constituye
el sustrato del habitar. Es la superficie que, al alcance del cuerpo, se deja
marcar con signos de pertenencia, de confín, de memoria. Por ello, es la
superficie en que primordialmente se desarrolla la escritura que es el
habitarla. Tener los pies en la tierra es radicar emplazado plenamente en lo
real. Por más que podamos acceder incluso a una estación espacial, la tierra de
allá nos acompañará siempre como soporte y referencia.
Todo habitar
proviene, en definitiva, de lo ctónico. Después de todo, el territorio (jora) equivale a mencionar un
receptáculo primordial, una madre, una nodriza o una tumba, según se mire. Gea,
“la de amplio pecho” es el origen y el sustento, se empareja con Urano —el
cielo— y concibe entonces a Océano, tal su esencial fertilidad. En las
profundidades del pensar, la tierra sustenta las ideas de arraigo y
aquerenciamiento: divide a los habitantes entre sedentarios y nómades. Un
territorio es una figura tatuada en la piel de la tierra: un aquí que podemos
trazar y defender.
En la tierra podemos
reconocer tres configuraciones estructurales de diferente especificación: el
territorio, el paisaje y el pago.
El término territorio
designa un área definida signada por su posesión y dominio por parte de
personas, organizaciones o estados. El antecedente latino territorium hace mención a la tierra emergida, aunque en la
actualidad el concepto de territorio comprende las aguas, el subsuelo y el
espacio aéreo de un área delimitada que tiene un contorno trazable sobre la
superficie de la Tierra.
El signo principal
que denota al territorio es el imperium,
el dominio, la extensión física del poder político. Los confines del poder
trazan los límites figurales, que
dibujan sobre la comarca el contorno que cierra y define el territorio. Se
constituyen sobre estas trazas las fronteras que son simbólica y concretamente,
frentes de ataque y defensa. Este signo principal configura entonces en la piel
de la superficie terrestre una especial proyección humana y social sobre su
espacio continente.
El paisaje no debe
confundirse con la manifestación del sitio, esto es, su constitución natural
como fenómeno. Un paisaje constituye un escenario para quien lo habita y sólo
entonces adquiere una peculiar significación propia ya de un lugar. El paisaje
es una estructura vincular objetiva-subjetiva de naturaleza perceptiva
ambiental. Si el territorio estaba signado por el dominio efectivo, el paisaje
aparece signado por su parte por la percepción y la expectativa que resulta de
la valoración. Esta valoración transforma a un sitio en un bien o una cosa con
valor y este valor, que en principio es estético, deviene, antes o después en
un valor económico o afectivo. Todos y cada uno de nuestros sitios habitados en
forma particular tienen lugar efectivo en un paisaje obrado por el habitar
humano como condición.
El término pago es el
recurso conceptual y lingüístico que otorga a la habitación humana la dignidad
del nombre propio. Constituye una síntesis concreta y entrañable del vínculo
entre el interior de la conciencia del hombre y la región propia del habitar.
Es inalienable de la experiencia habitable del sujeto cuando éste ha
desarrollado morosamente su legítima apropiación del lugar que habita. Si los
azares de la existencia alejan al sujeto de su pago, se suscita en aquel una
esencial nostalgia.
Ilustración
4
Jan Lievens (1607- 1674) Los cuatro elementos y las edades del Hombre: Aire y juventud (1668)
Jan Lievens (1607- 1674) Los cuatro elementos y las edades del Hombre: Aire y juventud (1668)
¿Hacia dónde dirigir la mirada, una
vez erguidos para siempre, y en la sabana? ¿En dónde se anuncian los presagios
de lo que vendrá? ¿Con qué construiremos, esencialmente, las moradas del
Hombre?
El cielo, por su
parte, constituye el gran fondo de la escena habitada. Es todo lo que está más
allá y sin embargo está presente en el lugar. Es el componente de un
emplazamiento que da noticia del tiempo y del tono del ambiente. Por otra
parte, es la figura de los confines del lugar: abismales en el firmamento
estrellado, opresivos bajo un encapotado tapiz nuboso, fantasmagórico bajo la
niebla. Si la tierra es el lugar de los hombres, por fuerza los dioses se
alojarán, lejanos y en la altitud. Aquello que nos cae del cielo es todo lo providencial, lo que nos acontece
imperiosamente, son derrames de poderes superiores a la voluntad humana.
El
cielo, dirían los metafísicos, sale a escena como informador de la tierra y le
ofrece signos; algo extraño entra en lo propio por la puerta y se hace oír.
(Sloterdijk,
1998: 38)
El cielo, como fondo
perceptivo que es, puede quedar en silencio y por ello es que puede portar
signos e informar a la tierra. Así, de una fundamental lejanía nos llegan
señales que hacemos propias. La recepción de signos del cielo quizá sea una
primigenia experiencia de lo lejano-y-cercano, lo pleno-y-lo-vacío, topos- y-chora.
Ilustración
5 Andrew Wyeth
(1917- 2009) Viento del mar (1947)
Vivimos inmersos en un soplo, hálito o
aliento, eso que los antiguos griegos llamaban άτμός. Es una dicha tener una
revelación de su existencia con la complicidad de unas ligeras cortinas. El
mundo nos respira entonces.
Los antiguos han
intuido que la vida origina las condiciones que la hacen posible. En principio,
todo es atmós (hálito). De allí las ideas de hálito vital y de atmósfera. Por
otra parte, si la quietud del aire lo hace invisible por su omnipresencia, es
el movimiento el que lo vuelve manifiesto. De allí se originan los relatos de
los vientos y las tempestades. De allí también el carácter vital y originador:
el viento de la primavera fecunda a Flora. Pero el aire tiene aún algo de
sustancia rarificada —si no es un puro vacío— que abre intervalos a la
presencia y el movimiento. En otros términos, es el espacio. Un lugar, en
definitiva, es una atmósfera especialmente acondicionada para habitarse.
Pueden desdeñarse las
febriles ensoñaciones que ascienden y se sustraen a las leyes de gravedad de la
realidad. Pero nos sustraeríamos de esta manera el mecanismo más poderoso para
crear, en el sentido estricto de la palabra. Las arquitecturas comienzan siendo
hálitos, vagarosas atmósfera a las que, no sin dificultades, se les confiere
forma. Por esto es que Neruda dice, con todas las letras: Yo construí la casa./ La hice
primero de aire. /Luego subí en el aire la bandera. Porque lo primero que
debe constituir una arquitectura es una atmósfera respirable.
Habitamos la tierra,
pero por lo general sólo la hollamos como una figura: dejamos al suelo (edafos)
a las plantas y la profundidad de su seno (tafos)
al inframundo. Habitamos la atmósfera, ciertamente, pero dejamos el cielo a los
signos de lo proveniente: los dioses, lo que nos cae (meteoros), lo que deseamos o lo que vendrá. En verdad, habitamos el
límite entre la tierra y el cielo: habitamos un horizonte, habitamos el horizonte cabe cielo y tierra. El horizonte
no sólo nos sucede, también le ponemos cuerpo y le conferimos lugar: el
nuestro.
El
límite es el verdadero protagonista del espacio, como el presente, otro límite,
es el verdadero protagonista del tiempo.
Eduardo
Chillida, 2004
Precisamente allí
donde la tierra adquiere su forma perceptible, recortada del fondo que es el
cielo, sucede el horizonte. El horizonte es el límite entre cielo y tierra, tal
como estos aparecen ante nuestra consciencia. Es el límite que comprende la
figura del paisaje y es su principal elemento de composición. Es tan límite en
su condición como limítrofe es nuestra propia existencia, abismados entre
pasado y futuro, entre aquí y allá. Quizá nada caracterice mejor al horizonte
que la tríada de términos que le adjudica Eduardo Chillida: inalcanzable,
necesario, inexistente…
Ilustración
6 Eduardo
Chillida (1924- 2002) Elogio del
Horizonte (1990)
Realmente el horizonte merece el
elogio de una obra maestra. Aquello que habitamos, en principio y en lo
fundamental, es un horizonte
La expresión inglesa skyline, que se suele traducir como
‘horizonte’, me resulta mucho más adecuada que la castellana para dar cuenta de
un aspecto crucial de todo paisaje.
Se trata de cómo el
cielo recorta la silueta del suelo. La línea de cielo es la que otorga un tono
general a la estructura de un paisaje. Si es una horizontal extendida se trata
de una extensión considerable, y con esto, una resonancia de mar o de pampa. Si
se eriza en agudos picos rocosos, entonces el paisaje se cierra próximo y se
confina al abrigo de la eminencia que puede resultar tutelar o abrumadora. Si
adopta los ritmos sabios de tejados y cúpulas puede volverse especialmente
memorable, como paisaje urbano.
Según se comporte la
línea del cielo, se configurará la tierra que habitamos.
Ilustración
7 Carl Gustav
Carus (1789- 1869) Vista de Florencia
(1841)
Gran parte del logro estético de la
arquitectura de un lugar radica en la sabia y sensible línea que recorta su
perfil sobre el cielo. Es necesario tratarlo con cuidado. En cierta medida, es
esa línea lo que habitamos, en su carácter fundamental de lugar maestro o
compositor.
Las
dimensiones físicas clásicas del lugar
En las dimensiones
físicas clásicas —las tres espaciales y el tiempo— son peculiarmente vividas
por las actividades fundamentales del cuerpo.
·
Así,
la marcha desarrolla ante nosotros la profundidad perspectiva y allí cabe
avanzar, por lo general, y a veces retroceder.
·
La
bipedestación supone ocupar la dimensión vertical en donde es posible elevarse
o descender.
·
La
latitud comprendida por el desarrollo de nuestra acción y dominio permite ya
ensanchar, ya angostar.
·
El
desenvolverse rítmico de la vida, con sus ciclos recurrentes y acompasado con
los ciclos cósmicos implican la habitación del tiempo.
Estas actividades
fundamentales constituyen una rica y entrañable articulación de significados
que son activados con la habitación plena de la arquitectura de los lugares.
La actividad de la marcha promueve en el cuerpo el
despliegue de una dimensión que llamaremos, en principio, profundidad. Se trata de una extensión medida a pasos cuando no se
cuenta con el auxilio de un vehículo. En tanto proviene de un movimiento
fundamental supone no sólo espacio sino también tiempo. En la medida en que la
mirada se coordina con la marcha, el cuerpo abre una perspectiva: señala un
punto en un horizonte y tiende una recta entre el propio cuerpo y en el foco.
Con esta recta estructuramos el mundo tal como se nos presenta. Por ello
podemos hablar ahora de profundidad perspectiva.
Como puede fácilmente
entenderse, la vida consta de un discontinuo pero pertinaz desplazamiento
dirigido siempre hacia el inalcanzable foco en el horizonte. Por esta causa, la
profundidad perspectiva constituye, quizá, la primera de las dimensiones
fundamentales del cuerpo-en-el-lugar.
Afrontamos el mundo
marchando. Allí hasta donde llegue nuestra visión nos dirigimos transitando
mientras la vida nos anime. Es natural que a este avanzar le atribuyamos las
ideas del progreso, de prosperidad y de la aproximación, siempre relativa, a
nuestras metas. Siendo la marcha un movimiento, vincula el espacio con el
tiempo. Si avanzamos, siempre lo hacemos según la flecha del tiempo.
Transcurrimos, por otra parte, discurriendo. Por eso el pensamiento
clarividente es avanzado. Con el auxilio de la visión, siempre podemos ir más
allá, adentrarnos en lo porvenir, en lo que conoceremos. La profundidad
perspectiva nos impulsa a avanzar.
Ilustración
8 Edvard Munch
(1863- 1944) Trabajadores de camino a casa (1914)
Una paciente, obstinada y esforzada
marcha: en todo caso, siempre avanzar.
El desarrollo
pacífico de las cuestiones del vivir quiere que avancemos. Sin embargo, aquí y
allá se presentan circunstancias que nos obligan —siempre aquejados de
contrariedad— a retroceder. Puede ser una infame cobardía al huir o una acción
informada por la sabia prudencia. Retroceder implica abandonar una posición
alcanzada, retirarse de ese lugar, volver sobre los pasos, replegarse la
acción. Retroceder es perder, ceder, rendirse. También implica retirarse. Para
la vida tranquila y dichosa, todos los itinerarios son de ida. Para la vida
real, en el fondo, siempre se vuelve.
Podemos medir los
edificios con diversas unidades de medida. Por ejemplo, podemos medir a los
edificios comparándolos con uno, que sirva de parangón. De esta forma, en la
arquitectura clásica griega todos los templos se miden, en cierta forma con el
Partenón ateniense. También podemos medir los altos edificios corporativos
entre sí, contemplando la tosca carrera hacia la mayor altura relativa. Pero
para medir la arquitectura (y no los edificios) necesitamos medirlos con la
cadencia de nuestros pasos o el ritmo respiratorio o aún la secuencia cardíaca.
Siempre la mediremos, ineludiblemente, con nuestro propio cuerpo cabe el
espacio y el tiempo.
La bipedestación
supone un humano alzarse alineándose con la dirección de la fuerza de gravedad.
Tenerse erguido supone ocupar de un modo fundamental la dirección vertical. La
dignidad inherente a la condición humana se asocia con fuerza al alzarse sobre
los pies, poniendo a la cabeza por todo lo alto y liberando a los brazos del
compromiso locomotor. La dirección vertical, entonces y según lo experimenta el
cuerpo, compone, dispone y jerarquiza.
Cuando
hayamos comprendido mejor la importancia de una física de la poesía y de una
física de la moral, llegaremos a esta convicción: toda valoración es una
verticalización.
Bachelard,
1953: 21
Elevarse es toda una
categoría que orienta superiormente a los más diversos movimientos en el
espacio y el tiempo.
Es que humillados en
lo bajo, aspiramos a lo alto, a lo eminente y noble. Elevarse no sólo es subir,
también es emerger, surgir y revelarse. El camino a lo elevado, a lo
prominente, a lo encumbrado, supone también un crecimiento. Si a uno le va bien en la jerarquía de su
trabajo, entonces, asciende, progresa, se enaltece. Por otra parte aún, elevar
también significa construir, erigir, edificar.
Y así nos hallamos,
siempre orientados hacia arriba, mirando alto, izados a la esperanza, la
ilusión o la soberbia.
Ilustración
9 Émile Friant
(1863- 1932) Viaje al infinito (1899)
El infinito que vale la pena
proponerse como meta parece estar allá en lo alto de las cumbres más eminentes,
allí donde la tierra deja su lugar al cielo.
Si elevarse es toda una categoría que
orienta superiormente a los más diversos movimientos en el espacio y el tiempo,
no puede serlo menos descender.
Quien desciende baja
de alguna eminencia, cae y se postra, ahonda en lo profundo. Descender
disminuye, decae, declina una posición, un papel, un estado. Los
existencialistas afirman que caemos en la existencia, en el estado de yecto.
Descender nos hace adoptar el talante de los líquidos que fluyen y se
precipitan, como en un sino fatal. Por otro lado, el ímpetu de la lógica hace
que de unas premisas deriven forzosamente las conclusiones que se originan en
lo alto y que se deducen por su peso, por la operación de la fuerza de
gravedad, que tiene mucho de destino. Descender hace disminuir ciertas
calidades: aquello que desciende declina en su estado. También decrece la
cantidad: descender aminora.
Todo es descender
desde que afanosamente nos deslizamos por el canal del parto. Luego, yacemos
postrados largamente reuniendo las energías que, un día, nos permitirán
erguirnos sobre nosotros mismos.
La amplitud es la
tercera de las extensiones que el cuerpo propone al lugar. Comprende, como
latitud, la extensión que media entre lados derecho e izquierdo. Da la medida
de la dilatación, de la anchura espacial. También es una medida especial de la
holgura, de la libertad de movimientos, de la holgura que sirve a la comodidad.
La amplitud de miras supone una percepción dilatada y una comprensión cabal de
las situaciones. La medida de la amplitud es una de las medidas del desarrollo,
de la extensión, de la riqueza relativa.
Las operaciones
fundamentales sobre el lugar se manifiestan ya como ensanchamientos, ya como
constricciones. Quien ensancha, dilata, amplía y aumenta. Dado un tamaño se le
engrandece por ensanches y se le minora por constricciones. Quien ensancha
agranda y desahoga, libera. Quien constriñe, por el contrario, estrecha y
apiña, encoge. Por eso todo ensanche se asocia moralmente con la liberación y
con el engreimiento, incluso. Por su parte, la moral del que estrecha angosta y
angustia.
Ilustración
10 Ludwig Mies van
der Rohe (1886- 1969) Casa Farsworth (1946)
Puede que resulten algo excesivas,
palaciegas incluso. Pero es la vida misma la que las desea, las reclama, las
ansía.
Las dimensiones
clásicas del espacio se resignifican en la medida en que se comprende cómo son
experimentadas por el cuerpo en el habitar de los lugares. También sucede esto
con la dimensión del tiempo.
En el oficio del
arquitecto se asume con naturalidad la operación de producir lugares a costa de
la transformación de las extensiones del espacio. Pero la operación
arquitectónica humana no se agota allí en donde las extensiones espaciales dan
forma efectiva a formas construidas: la arquitectura se consuma efectivamente
con el tiempo fundamental que instaura el habitarlo. La dimensión temporal es
crucial para armonizar el ahora del habitante con la construcción positiva del
lugar. Esta construcción constituye la deriva que deviene un ahora concreto
hacia un yo, con un mío, con un propio. Los lugares se constituyen en (y con)
el tiempo: los lugares constituyen las fundamentales estructuras existenciales
de la identidad y de la memoria.
Los lugares que
habitamos son antecedidos, en su aquí y ahora, por una construcción, ésta por
algún género de proyecto y éste por una demanda más o menos explícita. A su vez, al lugar le aguarda una más o menos
prolongada experiencia en la frecuentación del uso, para sucederla las dos
formas complementarias del recuerdo y el olvido y, más allá, el postrer
abandono. Habitamos en el tiempo moroso de la memoria atávica tanto como en el
constante lanzarse hacia adelante, hacia el futuro probable que es lo que
significa pro iectus.
Ilustración
11 Observatorio
astronómico de Chankillo, Perú
… la casa de los primeros
campesinos sería un reloj habitado.
(Sloterdijk,
2004: 391)
A diferencia
de la cabaña de los cazadores, mero refugio provisional, la casa de los
agricultores se concibe, se construye y se implementa como un dispositivo de
espera entre la siembra y la cosecha.
Esto me
lleva a considerar que, antes aún que la choza vitruviana, el origen mítico de
la arquitectura radica en la confección esforzada de observatorios astronómicos
capaces de medir los ciclos anuales del tiempo. Así, la arquitectura, desde su
más remoto origen, conforma lugares —tales como Stonehenge o como Chankillo, en
Perú— que articulan mundo y cosmos, según espacio y tiempo.
Otras
dimensiones físicas que es necesario tener en cuenta
Las dimensiones
espaciotemporales clásicas no bastan para dar cuenta de las conformaciones
efectivas de los lugares habitados. A partir de los aportes de Peter
Sloterdijk, hay que prestar atención a los modos en que intervienen ciertas
manifestaciones de la energía en las distintas configuraciones de los lugares.
Nuestro autor señala al sonido y al calor; lo que nos lleva a incluir, además,
a la luz.
Para los
constructores parece que la conformación del lugar se consigue interponiendo
amparos materiales tales como muros, suelos y cubiertas. Pero debe observarse
que se emplean también energías. Por cierto, no sólo las obvias empleadas en el
trabajo constructivo. También hay
arquitecturas trazadas por la interlocución diestramente tramada, por la
iluminación selectiva, por la disposición de zonas de calor y frescura.
El rumor de una
confidencia genera una esfera acústica localizada y amparada por el
apaciguamiento de las ondas. Una lámpara baja ofrece un lugar distinguido de
las regiones de sombra. El calor del hogar abierto apenas llega a comprender
una esfera circundante. Así también se da forma a los espacios. La conformación
energética de los lugares les confiere la palpitación propia de la vida.
En principio, como en
tantas cuestiones, se establece una distinción originaria: por una parte, el
sonido significativo y deseable; por otro, el ruido molesto. Peter Sloterdijk
ha notado que nos reunimos bajo una campana de sonidos y ruidos de buena gana
tolerados. También nos apartamos del ruido extraño, tanto como del lugar ajeno.
Nos movemos, entonces, graduando apropiadamente nuestras emisiones, así como
desentendiendo un cierto umbral, que sirve de fondo perceptivo. Sobre este
fondo se recortan las figuras significativas del sonido que nos son tan necesarias: las palabras del prójimo. Habitar
con cierto confort es poder oír con nitidez todos y cada uno de los matices del
sonido significativo. Las formas de la energía tales como el sonido, el calor y
la luz dan lugar a otros tantos lugares (topos) y otras tantas dimensiones del
lugar habitado. De allí que Sloterdijk señale la dimensión fonotópica de los
lugares habitados.
Ilustración
12 Eugene de Blaas
(1843- 1932) El chisme amigable (s/f)
El músico
puede irrumpir en la habitación, pero aun así no tendrá acceso al pequeño
reducto de las murmuraciones que conspiran a su costa. Los
ámbitos íntimos se constituyen—aparte de las dimensiones espaciales y temporal—
también en la dimensión fonotópica del cuchicheo confidente. El ámbito se
conforma con el control del volumen del sonido, haciendo que sólo ciertas
personas participen de la información.
En arquitectura
prestamos mucha atención a todo aquello que se percibe mediante el sentido de
la vista. Recíprocamente, dejamos de lado las percepciones con otros sentidos. Debe
considerarse el papel que tiene el sentido del tacto en la estética arquitectónica. Por ello, debemos apreciar las
texturas de las cosas: tersura, aspereza, frialdad de piedras pulidas o calidez
de maderas, proximidad o lejanía de superficies. También en el plano
cognoscitivo debería reconsiderarse el papel de la percepción con la piel:
conocimiento de primera mano,
intransferible. Con el tacto advertimos la dimensión termotópica de los lugares.
Desde que el fuego ha
podido ser un recurso de la actividad humana, se ha convocado en torno suyo
tanto la sociabilidad comunitaria como el misterio.
Por una parte, la
preparación y el consumo de la comida aparecen indisolublemente vinculados al
intercambio lingüístico. Con el vientre lleno es posible el pensamiento
especulativo y la reciprocidad comunicativa, es posible la ceremonia del
simposio. Por otra, el misterio de la constitución (¿de qué sustancia se trata?) y de su comportamiento —transformador
de recursos en comidas, tanto sanctas como non sanctas— no anda muy lejos del
fuego la magia, la alquimia, cierto saber ancestral de las mujeres que preparan
tanto las delicias más sublimes como los maleficios más oscuros. El fuego se
emplaza, en el habitar de los seres humanos, en el cruce de los caminos que
unen y separan, a la vez, lo crudo de lo cocido, el remedio del veneno, las
ofrendas a los dioses de las ofensas al hostil.
Ilustración
13 Sebastiano
Ricci (1659- 1734) Ofrenda a Vesta (1723)
Hay en todo
lugar habitado un punto de origen en donde debe perdurar una llama.
En una civilización
que suele equiparar la revelación de lo real con el esclarecimiento, la luz es
una aliada principal de la arquitectura. Parece que lo que sabemos es, en gran
parte, lo que nos consta mediante clarividencia: la luz nos desoculta el ser de
las cosas en su manifestación no sólo al sentido de la vista, sino, a través de
ella, al entendimiento. Para el arquitecto, gran parte de su logro en su labor
radica en poner a la luz a revelar, en su justa medida, las figuras y formas
recortadas tanto en el espacio así como con el auxilio de la sombras. Cuando el
espacio-tiempo transformado conmueve con su magia, es porque se aprovecha de la
luz sabiamente graduada. Así, debe considerarse también una dimensión
específicamente fototópica de los lugares habitados.
Ilustración
14 Vilhelm
Hammershøi (1864-1916) Estancia soleada (1901)
Cuando la
luz se cuela en los interiores se vuelve mágica. Es un privilegio cotidiano
disponer de una mancha de luz sobre nuestras cosas. Quizá sea un pequeña
asunto, pero se vuelve entrañable y —¡atención!—
memorable.
Dimensiones
existenciales del lugar
Ya se ha dicho que la
dirección corporal de la marcha alinea, mediante el movimiento, una dimensión
del espacio (perspectiva) con el tiempo. También se ha dicho que es el cuerpo mismo el
que articula de modo fundamental tanto delante/ atrás como porvenir/ pasado.
Todo esto es, aparentemente, cierto, pero en ninguna manera suficiente. Desde
el cuerpo hasta los confines del horizonte que lo enfrentan se despliega una
importante dimensión, la denominada dimensión quirotópica, esto es, la
dimensión que tienen las cosas cuando se emplazan a la mano y por obra de estas.
Esta dimensión
quirotópica es, en todo caso, una dimensión encarada.
Esta dimensión proviene, en lo esencial, del ancestral gesto lanzador que, de
homínidos nos transforma en humanos.
Théophile-Emmanuel Duverger (1821- 1901) Rayuela (1901)
Hay un lugar
donde las cosas se dejan alcanzar con las manos. Hay una dimensión y, cuando
las manos se la van confiriendo, una forma que adopta este lugar. Las manos
profetizan — el término es de Sloterdijk— la producción de todas las cosas del
mundo
Los
homínidos se convierten en quiroprácticos, que por medio de sus recién
adquiridas manos establecen relaciones extrañas con las cosas. Sí, la
existencia de “cosas”, en el sentido de objetos manejables y públicos en torno
a nosotros, es ya un reflejo mundano del acontecimiento que supone que un día
en la sabana ciertas islas de monos emprendieron el camino a la adquisición de
manos
Sloterdijk,
2004
Las manos humanas,
liberadas del compromiso locomotor, se revelan pronto decisivas para la
autoconstitución humana. En efecto, al asir algo, esto se vuelve una cosa; al
lanzar esta cosa, hay una acción a distancia, una conquista práctica de un
lugar, una distinción estructural básica entre aquellas cosas-a- la-mano, por
una parte y los entes que no-están-a-la-mano. El lugar, entonces, llega a ser
el lugar geométrico de todas las cosas a la mano. El habitar integra en el
lugar el producto interno de todos los asimientos efectivos. Por obra de las
manos, hay cosas y hay un mundo de éstas que se despliega a nuestro alrededor.
Existe una condición
especial en el habitar. Esta condición es la liminaridad, esto es, la existencia según los límites, los
confines. Heidegger diría, quizá, existir cabe
el límite. Aquello que habitamos es un horizonte. Erguidos estamos entre el
cielo y la tierra, alojados en los confines de aquello que separa cielo y
tierra. Pero no por ello encerrados: más allá del horizonte habitado hay una
región que el conocimiento, entendido como empresa, está pronto a revelar.
Esto que está pronto
a revelar, que se deja desocultar es la aletheia,
lo que desoculta la perspicacia, el saber ver más allá del horizonte.
Recíprocamente, una vez que lo que se conoce hace visible, a la mano, aquello
que estaba oculto, el error ahora reconocido, la falsa representación que
sustituía el acierto, pasa, más allá del horizonte, a la región de lo olvidado.
Sloterdijk, con acierto, denomina alethtopo
a esta región más allá del horizonte, donde reside todo lo que está por
revelarse y, a la vez, aquello que será condenado al olvido.
Llamamos
alethotopo al lugar en el que cosas se vuelven manifiestas, así como decibles o
figurables. La estancia en el encierra el riesgo de ser influido tanto por
verdades que se muestran, se comprenden
y siguen valiendo, como por errores, que sólo se manifiestan
posteriormente y cuya repetición es de temer. Desde el primer punto de vista,
el alethotopo se parece a un almacén, desde el segundo, a un lugar de ejecución
o a un vertedero de basuras.
(Sloterdijk,
2004: 328)
Más allá del
horizonte, pero siempre en la dirección en que encaramos, se abre el abismo
singular del alethotopo. Se trata, según Peter Sloterdijk, de la región en
donde radican, ocultas, las cuestiones por conocer. Conocer, desde Heidegger,
consiste de un fundamental desocultar. Desocultar, por su parte, es traer del
lado de allá del horizonte, algo que se emplace dentro del lugar habitado, esto
es, en el lado de acá del horizonte. No sólo habitamos confinados efectivamente
por el horizonte: tanto el alethotopo como el thanatotopo abren dimensiones propias de simas exteriores y sin
embargo presentes en la existencia efectiva de los mortales en los lugares.
Émile Friant (1863- 1932) Autorretrato
(1885)
Estemos
donde estemos, allí está señalado un límite tras el cual todo está por
aparecer. Puede que a través de la ventana o en cierta página por leer, algo
está a punto de revelarse, algo está por dejar de permanecer oculto.
Siempre nos
encontramos circundados por un horizonte. Pero no habitamos, necesariamente,
confinados por éste. La distinción es necesaria porque el hecho es que la
habitación plena del horizonte supone no sólo encontrarse en el lugar, sino
desbordarse más allá del horizonte en dos direcciones opuestas. Atrás nuestro y
más allá del horizonte yace lo tanathotópico, esto es, lo que pertenece a lo ya
vivido, a los muertos de los que nos acecha siempre la memoria y el olvido.
Pero adelante nuestro y también más allá del horizonte está listo para emerger
todo aquello que se nos revelará, las cosas que saldrán de su ocultamiento,
todo esto que conoceremos en forma inminente. Habitamos también con lo que
adviene.
Si el quirotopo es un
lugar encarado, al thanatotopo se le
da la espalda.
No es simplemente
aquello que en la marcha queda atrás: el thanatotopo se extiende más allá del
horizonte, en una sima dejada atrás en el espacio y en el tiempo. Es el lugar
donde residen tanto el olvido como la memoria. El habitar es plenamente humano
cuando se constituyen efectivamente los mortales, los que saben que van a morir
y los que dejan atrás sus muertos, precisamente alojados en el lugar a ellos
destinado. El habitar cotidiano y mortal se ve seguido por la sombría región de
lo que ya ha llegado a su fin. Nuestro habitar conoce de este modo ominosas
regiones que se extienden más allá de nuestro circunstancial horizonte.
Allá por los
tiempos de la choza primitiva seguramente se procedió a un gesto arquitectónico
singularmente importante: la separación de los territorios de los vivos de
aquellos de los muertos. Y a la configuración del signo correspondiente.
Peter Sloterdijk ha señalado una dimensión de los lugares que se desarrolla en una zona de especial interacción humana. A esta dimensión la denomina erototópica, esto es, la dimensión del campo o domino de deseos humanos.
Tengo para mí que es
una dimensión que aproxima o distancia a los sujetos según unas tramas
discretas y sustraídas a la dimensión nomotópica función del ejercicio del
poder que genera orden social.
Pienso en resquicios,
en pasadizos, en lugares residuales en donde se cruzan, furtivas y cómplices
las miradas de quienes, no siempre sin escándalo, subvierten el Orden. Quizá
los lugares tengan ciertas porosidades, grietas o ciertos atajos, diferentes en
todo a las sendas en el dédalo de las ciudades, en donde se libran aleves
avances y huidas, complicidades y competencias, amores y celos. La dimensión
erototópica, entonces, es doblemente desafiante: por su furtividad y levedad.
Sin embargo, no hay modo de ignorarla en la arquitectura profunda de los
lugares.
Una pareja,
una vez constituida, se envuelve en una tenue membrana que excluye claramente a
los demás
Puede pensarse que la —única, originaria, o fundamental— propiedad privada legítima es la que tiene expresión en la burbuja erototópica que genera la pareja de amantes. En efecto, la profunda intimidad no se consigue si no es con el apartamiento del escrutinio e intromisión de terceros. Este ámbito nuestro pueden vindicar a justo título los amantes que, gozosos, se confinan de buena gana en él. Lo que es materia discutible es la caracterización adecuada de esa propiedad privada: única legítima, originaria o quizá fundamental. La cuestión está abierta.
En arquitectura, tal
como en el amor, se experimentan unos estremecimientos de la piel en los
umbrales. En efecto, quiere la erótica que los umbrales prometan insondables y
acogedores interiores. Las pieles se conmueven, con mayor o menor intensidad,
según atraviesan los cuerpos la condición liminar de los umbrales. Se dice que
el sentido del tacto se aplica a la percepción de los estímulos que incluyen el
contacto y la presión, los de temperatura y los de dolor. También se dice que
su órgano sensorial es la piel. Pero esto no agota las percepciones sutiles que
esta realiza: el atravesamiento de los umbrales es una de ellas. Claro está, no
corresponde comprender a la piel como porción del cuerpo, sino como uno-y-lo-mismo
con el cuerpo.
En los umbrales es el
lugar en donde se experimentan las irrupciones, —tanto las propias como las
extrañas— los intercambios recíprocos y las seducciones. No es de extrañar,
entonces, que la piel se estremezca allí.
El habitar se asocia
casi inmediatamente a la casa, la residencia, la vivienda. Pero los lugares de
trabajo están también y a su manera particular, habitados. Sólo que la
habitabilidad allí se mide reducida a ciertas condiciones básicas de salubridad
en el trabajo. Sin embargo, llegará un día en que el conjunto integrado de
condiciones de adecuación, dignidad y decoro se sintetizarán superiormente en
un cabal habitar de los lugares de trabajo.
Adolph Heinrich Richter (1812- 1852) Joven vinatera con su hijo (1848)
Podría
titularse la escena Joven abandonando su
hogar hacia su lugar de trabajo, pero no Joven abandonando el lugar que habita. La joven, como todo humano,
habita tanto su casa como el lugar de trabajo, así como el camino que la lleva
a éste.
Debe prestarse peculiar atención a los rituales que constituyen los lugares. Los arquitectos nos hemos detenido particularmente en las articulaciones diferenciadoras, gestos primordiales de toda edificación. Pero hay también tenues y laxos acondicionamientos que vuelven un sitio inculto un lugar habitado apenas se ha constituido un mínimo ajuste de sus condiciones para posarse sobre él, para detenerse acaso sólo un instante, para revelar —en el antiguo sentido fotográfico de la expresión— el origen de un lugar. También existe una tercera modalidad: el sentar sus reales un juego con sus reglas, organizarse una secuencia de rituales, oficiar una ceremonia. Así que, por lo menos, hay tres modalidades, no necesariamente excluyentes para constituir lugares, tarea tanto del habitar como de la arquitectura.
Es casi
irresistible no responder de modo sardónico al empaque de ceremonias y rituales
sociales. Sin embargo, es una materia interesante de estudio: toda nuestra vida
puede ser contemplada con provecho como una sucesión de ceremonias, y cada uno
de nuestros gestos como rituales.
Sobre los lugares habitados sobrevuela, dominándolos, el nomotopo, esto es, el imperio de la norma, de la costumbre, de la constitución sociopolítica. Así como en la dimensión quirotópica las entidades de la naturaleza devienen efectivamente cosas, mediante la operación en la dimensión nomotópica las hordas primitivas tienen efectiva constitución. En palabras de Sloterdijjk, “una arquitectura social compuesta de expectativas, apremios y resistencias mutuos, en una palabra, una primera constitución”. (Sloterdijk, 2004: 279s). En dirección vertical y desde arriba se impone una dimensión que el grupo humano tiende a asimilar tal como si fuese otra fuerza de gravedad.
La medida
tridimensional clásica del espacio alcanza apenas su eficacia sólo para la
estimación del alojamiento de cosas. Pero el alojamiento de la vida humana es
algo más complejo que el alojamiento de una simple cosa. Por ello, debe
estimarse con exactitud las medidas de amplitud y profundidad que la vida
humana demanda de cada estancia. Parte de las miserias del Existenzminimum
radica en considerar, pobremente, la vida humana como una simple cosa que a
duras penas se conforma por tener largo, ancho y desarrollo.
La vida humana tiene
por cierto mucho más dimensiones. Y con la medida de estas dimensiones tiene
efectivo lugar el auténtico placer y alegría de vivir. El placer de habitar es
el placer de tocar con levedad los lados interiores de las arquitecturas
habitadas. Así, las superficies interiores rozan la vida humana con el placer
debido a todos los mortales cuando suscitan ciertas alegrías esenciales.
Quizá la
fascinación primordial por las cavernas provenga de su esencial simplicidad en
el desarrollo de la pura dimensión de la profundidad. En cierta manera, el
avanzar hacia su hondura es una experiencia fundamental del habitar.
Si se considera la dimensión histerotópica (Sloterdijk. 2004: 279s) de la casa, en el interior más recóndito se encuentra la alcoba. Esta dimensión mide no sólo la distancia y el tiempo que intermedia entre la entrada de la casa y la alcoba, sino que considera las articulaciones de diversos umbrales que deben traspasarse para llegar allí. En las casas de más de un nivel incluso se interpone una escalera. Las alcobas no sólo se miden según su ancho, largo y altura, sino también en su propia hondura. Y allí donde es más honda la alcoba, aguarda, oscuro, el espejo.
Peter
Sloterdijk nos ha revelado —entre otras— una dimensión nueva en los lugares: la
dimensión histerotópica, que es una medida de profundidad de los interiores y
de los espejos.
Los interiores tienen una dimensión propia y característica: la dimensión que denominamos aquí —siguiendo a Peter Sloterdijk—histerotópica.
No debe confundirse
con la profundidad perspectiva ya conocida. Se trata de la medida precisa de lo
recóndito de un antro, de aquello que nos separa de lo oculto en las cavidades.
No es que se abra una perspectiva, sino que se impone la excavación
prospectiva. La apreciación específica de la hondura de una cavernosidad es
histerotópica. Todo interior ofrece una cierta resistencia a su excavación
cognoscitiva y práctica, esa resistencia, ese rozamiento es proporcional a la
dimensión que nos ocupa.
Exiliados de por vida
—y quizá prematuramente— del útero materno, nos aplicamos a diversas
colpoprácticas (De kolpos, ‘útero’, ‘cavidad’), indagaciones morosas de las
anfractuosidades de los recintos que nos alojan.
En qué medida
podremos adentrarnos en un lugar y qué esfuerzo nos insumirá la faena es
cuestión que merece cierta atención. No se trata del mero acceder a un
interior: la prospección recién comienza con la simple trasposición del umbral.
Por otra parte, la marcha seguramente se detendrá mucho antes que lleguemos a
entrever el recóndito hueso de lo íntimo. Cuando esto suceda, será cuestión de
miradas y manos que apartan, que excavan, que descorren velos, que hurgan hacia
el fondo de los cajones. Pero puede sospecharse que los interiores tienen aún
una región aún más entrañable y que se sustrae a las más sofisticadas
colpoprácticas: la hondura del alma de quien habita a justo título ese
interior.
Adentrarse en un
interior no es tan simple como meramente irrumpir. Adentrarse implica medir el
interior no sólo con los pasos, sino que también es necesario separar los
brazos, frotar morosamente la burbuja pericorporal con cada uno de los
pormenores de la cavidad. Eso lleva tiempo y eso que se suele llamar
habituación. Las colpoprácticas son
maniobras sucesivas, son aprendizajes lentos, son acumulaciones de sensaciones
diversas. La plena conquista de un interior se consigue acaso con el adecuado y
pleno alojamiento del ámbito íntimo en él.
En nuestra
civilización existe un profundo sesgo en la importancia relativa de lo que
conocemos del mundo a través de nuestros sentidos.
Esto es especialmente
claro en arquitectura, donde casi todo lo que merece percibirse de ella pasa,
en principio, por el sentido de la vista. Saber
ver la arquitectura era, a la vez, una consigna y una promesa de un libro
de Bruno Zevi, bastante consultado en el tiempo en que los estudiantes de
arquitectura leíamos libros.
Si uno intenta
apreciar las virtudes de un aula, una sala de conferencias o aún de un teatro,
puede constatar por sí mismo que lo que percibimos con el oído también tiene su
importancia, al menos en algunas situaciones. Lo que deberíamos pensar, en todo
caso, es que la percepción acústica de las características propias de cada
ámbito es una parte importante de la experiencia sensible de éste. Por otra
parte, podemos apreciar ciertas virtudes arquitectónicas con el sentido del
tacto. Descubrir la sutileza de los juegos de texturas y recorrer morosa y
atentamente los lugares acondicionados para su habitación también tiene su
importancia. Pero es algo difícil de reconocer que también el olfato tiene un papel que desempeñar.
Puede que tengamos ciertos prejuicios sobre la animalidad básica del uso que le
damos a nuestras narices, aparte de mirarlas como candidatas a la cirugía
estética. Pero deberíamos reconocer que parte no menor de la experiencia de
volver a un cierto lugar radica, entrañablemente, en percibir su peculiar
perfume. Se trata, en este caso, de proponer una nueva dimensión a la
arquitectura del lugar: la dimensión osmotópica
(de osmos, perfume)
Por lo que se ve, constituye una escena bastante común
y corriente. El detalle revelador es que están bebiendo chocolate: si fuésemos
capaces de oler la escena la percepción global cambiaría radicalmente.
En nuestra civilización se ha confinado el sentido del olfato en la región primitiva de nuestras percepciones. Este carácter primitivo tiene diversos aspectos Uno es su relativa sencilla articulación. En general, parece que los sujetos tienen una zona de confort en la zona de la anosmia relativa. Lo mejor, quizá, es que no se huela a nada. Por otra parte, existen dos muy precisos umbrales con valores radicalmente opuestos. El “mal olor” deviene en rechazo y asqueo, mientras que el “buen aroma” suele ser, en todo caso, nunca muy intenso. Otro aspecto es la pobre significación denotativa. Parece que todo percepto olfativo no es más que una elemental distinción entre agradable/neutro/desagradable. Un cuarto aspecto es lo embarazoso de las connotaciones. Una interacción con un mal olor suscita rechazos que no pocas veces son indisimulables. Lo que uno ve u oye admite una secuencia extendida de matices de valoración, mientras que lo que se huele sólo admite contundentes oposiciones. A causa de todo ello, en los teatros parece que la dimensión osmotópica se ve especialmente agradecida por la concurrencia. A esto contribuye el carácter de celebración mundana, el regular disciplinamiento de los asistentes y a la sabiduría ancestral de nuestras mujeres.
Digamos,
por ahora
La estructura
fundamental del lugar se nos presenta, por una parte, engañosamente sencilla:
una estructura que liga cielo y tierra mediante un horizonte habitado por el
ser humano. Pero si consideramos sus dimensiones, esta estructura se nos revela
singularmente compleja, rica y sutil. Con esa falaz sencillez y esta revelada
complejidad debemos lidiar si queremos intervenir con competencia en la
arquitectura del lugar. Urge elaborar un método riguroso y comprensivo, a la
vez que conviene enriquecer la conciencia no sólo con un acopio sistemático de
conocimientos, sino también con el desarrollo de una capacidad de obrar
asistida por una ética humanista singularmente honda y comprometida. Otra
arquitectura nos deberá ser posible.
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