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Paseante, transeúnte, errante


Georgios Jakobides (1853 –1932) Primeros pasos (1889)

Se hablará aquí de la constitución morosa de una condición.
Se trata hoy de considerar cómo se construye la condición de transeúnte. Es de señalar, en principio, que los seres humanos nos tomamos un tiempo bastante prolongado de nuestra crianza extrauterina para alcanzar el carácter de caminante. Hay que suponer que esta dificultad biológica pueda tener su beneficio futuro: andar es cosa seria y siempre es bueno pensar en el asunto antes de realizarlo. De este modo, los primeros pasos inauguran mucho más que una conducta simple, sino una constitución existencial compleja y rica: un hábito patrón.
En efecto, todo el esfuerzo aplicado en la enseñanza-aprendizaje de la marcha no resulta en un simple recurso mecánico del cuerpo, sino que involucra emociones, sentimientos, afectos y proyecciones tanto simbólicas como imaginativas que se irán desarrollando paso a paso. Aprendiendo a caminar, aprendemos también a aprender. Desafiando al equilibrio dinámico del cuerpo con ayuda externa, nos desafiamos también a pensar. Marchando intuimos acaso los beneficios del discurrir.
Es bueno pensar que aun cuando los achaques de la edad avanzada tiendan a disuadirnos del movimiento, andar conserva todo su hondo sentido y pasear siempre nos es necesario.

Los pasos en las huellas


Santiago Rusiñol (1861 –1931) El patio de la Alberca (Granada) (1895) 

Acaso no haya mejor fortuna que, aunque sea en un breve instante en la vida, uno logre inmiscuirse en otra mirada, pisar otras huellas, respirar singulares y señaladas emociones que se pueden compartir con extraños, sin culpa.

Dimensiones de la habitación de las sendas

Jean-Baptiste-Camille Corot (1796 – 1875) Orfeo (1861)

Las certidumbres sólo se alcanzan con los pies.
Antonio Porchia

Lo nuestro es pasar canta Joan Manuel Serrat y dice bien.
Nuestra existencia tiene en el deambular su habitación más primitiva y constituyente. Así es que discurrimos: vivimos, pensamos, hablamos. Al conocimiento de primera mano de las cosas lo alcanzamos con los pasos; he aquí esto a lo que queríamos llegar, concluir o rematar. Nuestras sendas son los lugares habitados por el proyecto que nos impele a nosotros mismos hacia las siempre escasas certidumbres que podremos alcanzar de tanto en tanto. Pero es moviéndonos, navegando tiempo y espacio, aviando caminos y sendas que efectivamente transcurre nuestra existencia. La dimensión simbólica del andar es potente, luminosa, inextinguible.
En vano nos quieren reducir a la triste condición de meros circulantes. En la realidad efectiva de los caminos recorridos reside gran parte de nuestro capital vital. Ni el olvido de sí, ni el sinsentido del trayecto espacial abstracto pueden ocluir la esperanza de autonomía y libertad que nos confiere nuestra condición inexcusable de caminantes.
Y queda la dimensión imaginaria por considerar. Los caminos que es dable emprender ya mañana o ya en los sueños o ya en los territorios de Utopía. Las sendas que siempre están por desbrozar

Sobre el valor de la errancia


Hans Andersen Brendekilde (1857–1942) Camino boscoso en otoño (1902)

Toda senda merece ser poblada con un profundo sentido del valor de la errancia.
La marcha es la actividad real que mejor ilustra simbólicamente el propio vivir. Esto, porque aúna el espacio, el tiempo y la existencia. El desplazamiento persistente y ritmado es el significante, mientras que la vida misma es, en el fondo, su significado fundamental. Así como marchamos, así vivimos. Navigare necesse.
Pero también existe otra dimensión importante en la realización habitable de la senda. Caminando discurrimos, reflexionamos, imaginamos otras voces, otros ámbitos. Caminando es que entendemos —o creemos entender— que nuestra marcha efectiva es apenas una posibilidad entre otras, pero que, por fuerza de las circunstancias, optamos por un sendero. El nuestro.
El valor de la errancia no puede ser malbaratado en la mera circulación mecánica. Nos vale la propia vida que merece ser vivida

Habitar la marcha


Michael Ancher (1849 – 1927) Paseo por la playa (1896)

Hay todas unas actividades ordenadas según la dimensión de la marcha —moverse, detenerse, avanzar, retroceder, acceder, abandonar…— que deben ser estudiadas en sus connotaciones existenciales.
La marcha implica el modo más primitivo de habitación del espacio y el tiempo. Puestos en movimiento es que conocemos el lugar y nos reconocemos de un modo principal. Las alternancias de los desplazamientos y las pausas en el camino dan lugar a la articulación significativa del espacio con el tiempo. Vistas las cosas en términos de vivencia, avanzamos hacia el lejano punto del horizonte en donde hemos de atisbar un destino. Pero es cuando volvemos sobre nuestros pasos que vivimos la memoria y la historia: podremos rectificar el rumbo, pero avanzar siempre es necesario. Siempre estamos inaugurando un estado existencial cuando traspasamos un umbral; tanto cuando entramos en un recinto, y también cuando lo abandonamos, quizá para siempre.
Habitar la marcha, por estas condiciones especialísimas, se llega a equipar con la propia vida. Y si bien, por nuestra constitución efectiva de existentes, sabemos que la concluiremos algún día, sin embargo, nos complacemos con la simple errancia gozosa y despreocupada, siempre que la salud y el buen tiempo nos acompañen.

La profundidad perspectiva


Jan van Eyck (1390 – 1441) Virgen del Canciller Rolin (1435)

La vida consta de un discontinuo pero pertinaz desplazamiento dirigido siempre hacia el inalcanzable foco en el horizonte. Por esta causa, la profundidad perspectiva constituye, quizá, la primera de las dimensiones fundamentales del cuerpo-en-el-lugar.
Mientras que el artista flamenco cumple con su contrato al disponer, tal como hubiera sido pactado, las dos figuras principales de la escena, reserva todo el resto de la superficie para dar cuenta extasiada de su propia mirada hacia el horizonte.
Y nos hace partícipes de ello, enviándonos un mensaje cifrado que demora lo suyo en llegarnos a la conciencia.

Los cuatro sentidos en una promenade architecturale más un epílogo


Gerrit Rietveld (1888–1964) Casa Schröder (1924)

Saber ver la arquitectura implica recorrerla, percibirla en movimiento y confrontando los diversos aspectos que va mostrando paso a paso. La alternancia de perspectivas, la mutación de masas y espacios, los pormenores de la luz y, sobre todo, las diferencias apreciables entre estas son capitales para la percepción visual cabal de la arquitectura. Pero no se trata sólo de verla.
También se la oye deambulando atento a la resonancia de los pasos, también se verifican las reverberaciones de la música de la vida en cada rincón, también se diferencian ámbitos según su brillantez o sordera acústicas. Saber oír la arquitectura es una facultad necesaria y concurrente.
El olfato cumple un papel frecuentemente soslayado. En efecto, las alternancias de los tonos osmósicos, de las diferentes aromas y fragancias propias de cada reducto son cruciales para la emoción básica del reconocimiento.
En cuarto lugar, cabe mencionar a la exploración táctil, asociada firmemente con las sensaciones kinestésicas que transforman los esfuerzos en dimensiones concretas, en desniveles, en calidades diferentes de lo alcanzable. En términos de confort, una promenade architecturale es un ir y venir entre zonas diversas que se juzgan con la piel y con la confortación resultante.
Pero es a título de síntesis superior de todas estas sensaciones emerge un epílogo que puede resultar adecuado denominarlo gusto, si con esta expresión reservamos significado por la adhesión emocional profunda que resulta de nuestra fruición en movimiento de la arquitectura

Bajo el signo de la actividad: Marchas (III)


Ray  Metzker (1931 – 2014) Puente de Chicago (1957)

Existe una conexión soterrada entre pensar y discurrir, ya se ha visto.
Y esta conexión se desliza hacia el propio discurso, que es la expresión intersubjetiva de tal discurrir. Caminar y discursar se desarrollan según itinerarios, trazando sendas, tendiendo puentes y rampas, tanto paso a paso prudentes, así como a costa de largos saltos de una audacia que suele denominarse imaginación. ¿Desde dónde han partido tus ideas puestas a caminar? ¿Por qué derroteros marchan tus ocurrencias? ¿A dónde llegarás en tu marcha, allí donde concluyan tus palabras?
Es marchando que hemos aprendido a explicar eso que nos inquieta el sueño, lo que nos ensimisma mientras que vamos cayendo rítmica y alternadamente hacia adelante, siempre hacia adelante.

Bajo el signo de la actividad: Marchas (II)


Ray  Metzker (1931 – 2014) Filadelfia (1963)

Si no nos rendimos a la miseria de reducir la marcha a la mera circulación, la marcha tiene profundos contenidos propios.
Marchar llega a ser una actividad deportiva, como en el senderismo o lúdica, como en el excursionismo. Marchar es un valor en sí mismo en términos de labor. Marchar es necesario a la salud, a la higiene mental y al buen vivir.
Marchar supone además un acto productivo. Caminando se elaboran complejos y ricos mapas cognitivos del territorio que se habita. Conocer un emplazamiento supone recorrerlo a conciencia y con método. Por ello, nada favorece más al turista que el deambular atento, el discurrir el territorio, el comprender algo esencial de su constitución como paisaje y estructura.
Le Corbusier ha destacado el valor específico de la promenade architecturale en la justipreciación de los valores de la buena arquitectura. Es que con los pies que adquirimos certezas: la revelación es del clarividente poeta argentino Antonio Porchia.


Bajo el signo de la actividad: Marchas (I)


Ray  Metzker (1931 – 2014) Chicago (1957)

El caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. El caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo.
David Le Breton, Elogio del caminar, 2012

La forma más primitiva de actividad de habitar consiste en marchar.
Deambulando, vamos viviendo y pensando. Hemos aprendido a reflexionar sincronizados por la cadencia de nuestros pasos. Así, las expresiones de nuestro cavilar, considerar y concluir las modela el andar tanto como a las formas de hablar y elaborar discursos. ¿A dónde quieres llegar con este discurrir? ¿De dónde proviene eso que te tanto te preocupa ahora? ¿Por dónde andan los pasos de tu pensar?
Marchar es el modo en que aprendemos a vivir según un curso de acontecimientos que se van sucediendo desde nuestros intentos titubeantes hasta nuestra postración extenuada final. Cuán lejos hemos llegado en la vida se mide en el espacio tanto como en el tiempo medido por nuestros pasos. En la marcha, el espacio unidimensional de la senda y el tiempo efectivamente vivido son una sola y elemental estructura
En definitiva, allá hacia donde se dirijan nuestros pasos es, siempre, el lugar en donde nos reencontraremos con nuestra condición más esencial y propia.

Arquitecturas del cuerpo: la marcha


Cleobis y Bitón

La especie humana comienza por los pies, nos dice Leroi-Gourhan (1982, 168), aunque la mayoría de nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente del automóvil.
David Le Breton, Elogio del caminar,
Mucho antes de ser humanos, dispusimos de una arquitectura abierta a  marchar. Y ha sido la propia marcha la que ha excavado los sitios para hacer lugar a los caminos.
Se trata de un mundo simple y cruel: apenas la criatura aprende, se lanza a un caminar que es tanto la vida como la supervivencia, tanto el proyecto entrevisto como lo que deja atrás lo ya vivido, un caminar que sólo conoce pausas y que se sabe ya que un día se detendrá por completo.
A la senda que desbroza nuestra marcha le llamamos mundo, vida, espacio o tiempo, tanto da.


El sentido de la errancia


Michael Ancher (1849 –1927) Un paseo por la playa (1896)

El deambular, pleno de significado, se reduce en la actualidad a un expeditivo circular.
Así de mísera es nuestra vida corriente: no tanto por la falta de lugar, sino por la insignificancia relativa de nuestros actos. Lo importante es el paseo, la errancia, el habitar la senda. Partir y llegar son apenas hitos en el desplazamiento. Caminando estimulamos la reflexión, mientras que cuando circulamos diferimos el pensamiento a la etapa de llegada. De este modo, marchamos olvidados de nuestra condición más entrañable.
Si esto es así mientras nuestros itinerarios se extienden más sobre nuestros territorios, se nos hace trivial la propia vida cotidiana.

Errar por la ciudad


Rambla de Piriápolis

¿De qué manera podremos adueñarnos legítimamente de nuestras ciudades si no es con fructíferas errancias?
Las ciudades se reconquistan con los pasos, con las huellas, con las derivas.

Rituales: contenidos, sentidos, valores. (II) Marchas

Claude Monet (1840- 1926) Rue de la Bavole, en Honfleur (1864)

Mientras que circular es apenas desplazarse de un punto a otro, habitar una marcha supone una vivencia mucho más rica y honda en significados.
Transitar una senda es construir una mediante una acción que tiene mucho de misión, de ejercicio, de performance. Si mediante una detención en una estancia localizamos una situación estratégica, es sobre el camino abierto que nos desempeñamos tácticamente.
Estos contenidos de la marcha abren sendas tanto como desencadenan importantes factores de sentido. El principal es el propio de la exploración vivida del propio mundo, cuestión equiparable, punto por punto, con la propia vida. Otro sentido peculiarmente importante es cómo se despliegan, opuestas, dos dimensiones existenciales: hacia el sentido de la marcha, hacia adelante se abre aquello que vendrá, lo que se desocultará del ser de las cosas, lo que sobrevendrá. Mientras tanto, hacia atrás quedarán las regiones de lo ya vivido, allí donde moran la memoria, el olvido y la muerte. La marcha constituye el tiempo efectivamente vivido, una vez que la distancia se vence.

Mientras que la habitación de una estancia supone un distanciamiento del sujeto, por lo general, la marcha aparece adscripta a la vida pública y a los valores propios de intercambio comunitario. Asimismo, mientras que toda estancia comienza y culmina con la conformación de una cierta esfera, la concatenación total de las marchas constituye un laberinto tanto como estructura como valor.

Comentando a Jan Gehl (VII)

Canaletto (1697- 1768) La Plaza de San Marco y la Procuratie Nuove (1756)

En base a estudios psicológicos hechos a personas en habitaciones cerradas donde no hay ningún estímulo, podemos decir que nuestros sentidos necesitan ser incentivados cada cuatro o cinco segundos, el intervalo adecuado entre el exceso y la escasez. Sabiendo esto, es interesante notar que las tiendas ubicadas sobre calles comerciales de intenso movimiento tienen un frente que oscila entre los cinco y los seis metros, una medida que corresponde a un número de 15 a 20 negocios por cada 100 metros. Si nos movemos a una velocidad promedio de 80 segundos por 100 metros, este ritmo de las fachadas asegura que nuestro ojo se encontrará con nuevas visuales y actividades cada cinco segundos.
Jan Gehl, 2010

Algo de esto puede verificarse en la Plaza de San Marco.

Los innumerables arcos que la contornean no abruman con su inclemente repetición, sino que parecen ritmar la marcha tranquila. Puede que su medida en pasos resulte especialmente adecuada al desplazamiento, a la respiración y a las alternancias de la atención.

Comentando a Jan Gehl (III)

Stoa de Átalo, Atenas

Cuando se circula a velocidades mayores que las que se registran al caminar o al andar en bicicleta, nuestras chances de ver y entender qué ocurre disminuyen enormemente. En las ciudades viejas, donde el tránsito es principalmente el movimiento peatonal, los espacios y los edificios se diseñaron en base a la escala de los 5 kilómetros por hora. Los peatones no necesitan mucho espacio para maniobrar, y tienen el suficiente tiempo de  ocio para poder estudiar de cerca los detalles de un edificio, como así también estudiar el fondo que se recorta en la distancia. La gente que circula cerca de uno puede ser vista tanto de lejos como de cerca.
La arquitectura de los 5 kilómetros por hora está sustentada en la abundancia de impresiones sensoriales. Los espacios son pequeños, las construcciones están pegadas unas a otras y la combinación de detalles, rostros y actividades crea una paleta rica en experiencias sensibles.
Al manejar un automóvil que va a 50, 80 o 100 kilómetros por hora, nos perdemos la oportunidad de percibir estos detalles y de mirar a las personas. Cuando uno se mueve a velocidades tan altas, el espacio para maniobrar tiene que ser grande, mientras que todas las señales tienen que ser simplificadas y ampliadas para que tanto los conductores como los pasajeros puedan absorber la información.
Jan Gehl, 2010

Se trata de observaciones singularmente sensatas.
Ante tanta deshumanización urbana, bien podría adoptarse, como patrón de medida del diseño urbano, el urbanita viandante, desplazándose a 5 km/h. Cuestiones como la curva de la atención, el ritmo perceptivo, la cadencia de la respiración, el ritmo de la marcha, los desplazamientos óptimos, la alternancias de movimiento y pausa y otras análogas podrían constituir importantes insumos para una metodología de diseño urbano que comenzara por los factores humanos. Es con los pasos de las personas que deberemos volver a medir estructuras arquitectónicas ejemplares, tales como la Stoa de Átalo en Atenas.

Porque las ciudades deben ser recuperadas para las personas.

Comentando a Jan Gehl (I)

Beatriz González  Sin título (2013)

En ciudades vitales, sostenibles, sanas y seguras, el prerrequisito para poder desarrollar una vida urbana es que existan oportunidades para caminar. Sin embargo, al tomar una perspectiva más amplia, salta a la vista que una gran cantidad de oportunidades recreativas y socialmente valiosas surgen cuando se las cultiva y se alienta la vida de a pie.
Durante muchos años, el tráfico peatonal fue tratado como una forma de circulación que pertenecía a la órbita de la planificación del transporte. Bajo esta forma de operar, las sutilezas y oportunidades que brinda la vida urbana fueron virtualmente ignoradas. Usualmente, para referirse al hecho de caminar, se hablaba de “capacidad de vereda”, “tráfico de a pie”, “flujos de peatones” y “cruces seguros de intersecciones”.
Pero en las ciudades, ¡caminar es mucho más que solo circular! Hay contacto entre las personas y la comunidad, se disfruta del aire fresco, de la permanencia en el exterior, de los placeres gratuitos de la vida y de las diversas experiencias sensoriales. En su esencia, caminar es una forma especial de comunión entre personas que comparten el espacio público, como un lugar de circulación semejante a una grilla dentro de la cual se mueven.
Jan Gehl, 2010

El magisterio de Jan Gehl conduce a considerar la figura cognoscitiva del urbanita viandante tanto como regla operativa de medida, así como patrón general del diseño urbano.
La figura comienza a delinearse como la de un concreto urbanita, esto es, un personaje específicamente situado en su ciudad, su contexto y su cultura propias. La figura del urbanita permite abordar una configuración mucho más circunstanciada que la de mero peatón o habitante de la ciudad. Un urbanita se define por su positiva inserción particular en modos de vida y escenarios específicos.
Pero los trazos se completan en su condición esencial y propia de viandante, esto es, una entidad semoviente, paseante, merodeadora que impone con su marcha un ordenamiento general de la arquitectura de la ciudad, según ritmos y cadencias, según motivaciones y actitudes.
El urbanita viandante conforma en primer lugar una regla de medida de distancias cuanto de tiempos. Las dimensiones de los diseños urbanos deben apreciarse y valorarse según este humano, concreto y vívido patrón de medida. Porque esta medida no es de los meros objetos urbanos, sino de la de los pulsos de la vida urbana.

Pero también y es quizá más importante, el urbanita viandante conforma un patrón cualitativo para el diseño urbano. Porque es con respecto a su figura que las virtudes del diseño de situaciones urbanas lucirán, en definitiva, sus reales y decisivos valores.

Estructura fundamental del lugar: Laberinto

Beatriz González  Paseantes (2013)

Por un laberinto, en principio, todo es errar.
La marcha no se detiene más que breve y apenas: el sentido del laberinto es su propio acontecer perplejo. La cadencia de las alturas se sucede con el ritmo de la alternancia de ámbitos públicos y privados, las amplitudes relativas alternan ámbitos propios y extraños.
Las derivas hacen ocurrir ámbitos murmurantes, zonas de estrés acústico y silentes reductos íntimos. Suceden las variantes térmicas y lumínicas que ofrecen novedad y acontecimiento a los estremecimientos de la piel y las acechanzas de la mirada. Vagas alternancias olfativas nos guían mediante discretas adhesiones y rechazos.
Mientras que la marcha le otorga hegemonía al protagonismo de las piernas, las manos operan apenas sumarias. Los cuerpos ya excavan cavidades, ya buscan la luz, el aire y el lugar libres. También se suceden y mudan de carácter las reglas, los trabajos, los afectos

En los laberintos, la ley interior la dicta el tiempo, los latidos, los resuellos de la respiración, los pasos.

Tránsitos urbanos

Paul Gustav Fischer (1860- 1934) Un día de invierno en Kongens Nytorv (1888)

Si soslayamos el sentido propio de la marcha, nos sumimos en la insignificancia de nuestra propia existencia cotidiana.
En nuestras ciudades, todo es ir y venir, circular de un origen a una meta, sin otro equipaje que la prisa. Hemos perdido el significado de deambular, de discurrir midiendo la ciudad con nuestros pasos.

Cuidado, esta es una cuestión no sólo de salud física —caminar es saludable— sino que también nos olvidamos de la actividad práctica que nos ha enseñado a reflexionar, entre otras cosas.

Sentidos y emociones de la marcha

John Atkinson Grimshaw (1836- 1893) Amantes en un bosque (1873)

Con la marcha conseguimos aprender a habitar quizá la dimensión primordial, la profundidad perspectiva.
Lanzados por toda la vida hacia adelante no hacemos sino marchar, acechante el olfato, la mirada y la audición. El camino, el proceso, el devenir son experiencias de un espaciotiempo vivido en primera persona. De allí aprendemos a discurrir, a suceder causas y consecuencias, a inferir tesis de hipótesis. Marchando sin cesar, aunque con ritmos variados y pausas significativas.
Hoy, en las lastimosas condiciones de nuestra vida cotidiana, nos contentamos, las más de las veces, en sólo circular distraídos de un punto a otro y reservamos la plena marcha a las instancias del turismo, en las vacaciones. Es por ello que nuestras arquitecturas corrientes sobreabundan en pasillos, nuestras ciudades incurren en autopistas y nuestros centros históricos proliferan en calles peatonalizadas.

Atrás queda la gloria de las galerías, de los arbolados paseos y de esas entrañables sendas que no llevan a ninguna otra parte que al goce anticuado de marchar.