Plumas ajenas: Manuel Delgado


Para los políticos y los planificadores, una ciudad es un sistema de edificaciones, instalaciones, infraestructuras e instituciones en el que vive una población más bien numerosa, cuyos componentes suelen no conocerse entre sí. La imagen que recibimos de cualquier metrópolis a través de un mapa o de una fotografía aérea es la de un entramado hecho de volúmenes y canales, un orden de puntos y pasillos por los que transcurre de forma más bien regular la vida ordinaria de sus habitantes, cada uno de ellos abandonado a sus ocupaciones y preocupaciones. Ahora bien, esa actividad supuestamente previsible de la población de una ciudad experimenta de vez en cuando espasmos o convulsiones que tienen como escenario esas calles y esas plazas en apariencia tranquilas y rigurosamente vigiladas. Esas contorsiones periódicas que experimenta toda ciudad vienen a desmentir la pretensión que los poderes esgrimen de que dominan de veras o incluso simplemente conocen esa vida urbana que creen administrar. Esa evidencia –la de las ciudades como sistemas que experimentan cíclicamente movimientos espasmódicos no controlables– es la que nos invita a entender la ciudad como cualquier cosa menos como una entidad equilibrada y predecible, puesto que en todo momento puede experimentar grandes descargas de energía social, que pueden ejercese sobre la nada –por el puro placer de desplegarse, como ocurre con la fiesta–, pero también sobre la historia, como vemos en el caso de las insurrecciones, las revueltas y las revoluciones.
Manuel Delgado, 2018

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