Las zonas de reserva del habitar (IV)


Alex Majoli (1971)

En un desolado mundo desmesuradamente alejado, alto y ensanchado, las cosas no suelen estar, de modo adecuado, a la mano.
Esto se agrava porque el hecho de contar con ciertas cosas a la mano opera casi de un modo prodigioso: ciertas cosas acercan otras que, en principio, pueden aparecer muy alejadas. De tal modo, contar con alguna de esas cosas a la mano permite instrumentarlas como acercadoras de otras y como dispositivos que operan como reductores virtuosos de alejamientos, alturas y ensanches. Visto así el asunto, vivir bien consiste no sólo en contar con cosas a la mano, sino también trazar una suerte de trama arborescente de algunas otras cosas que traen a nuevas más remotas a la mano. Así sucede con todo aquello que Bourdieu denomina, sucintamente, capital (sea material o cultural), aunque aquí nos concretaremos a llamar —de modo más general y estratégico— una zona general de cosas a la mano tratada como una región de reserva que ampara de la penuria.
Una zona de reserva constituida con cosas a la mano cuyo valor estratégico consiste en modular las magnitudes conformes del mundo.

Las zonas de reserva del habitar (III)


Alex Majoli (1971)

El escritor peruano Ciro Alegría tituló una novela suya con una sentencia: El mundo es ancho y ajeno.
De esta forma identificó, a la vez, la amplitud feliz del mundo, como tal, y la enajenación como la condición intrínseca del pobre. La aflicción de la pobreza radica en la imposibilidad de abrir los brazos para comprender en tal gesto la dimensión propia del mundo, para sumirse en la estrechez de aquel al que esta dimensión se le ha hurtado. Así el humilde se postra sobre la parva morada de apenas su sombra, caída la mirada y encogidos los brazos. El cuerpo es la señal de esa congoja fundamental.
Todo hace sospechar que sólo se puede acceder a la plena existencia con el concurso de una holgura local de reserva, con la provisión de un ámbito de generoso desahogo local que permita, allí en el umbral, extender el gesto hasta conseguir hacer efectivamente propio el mundo circundante.

Las zonas de reserva del habitar (II)


Alex Majoli (1971)

Cuando aprendemos a erguirnos sobre nuestros pies no sólo adquirimos un simple hábito, sino que aprendemos a aprender.
Y una de las cosas más importantes que aprendemos con tal crucial adquisición es que el sentido en que dispongamos el cuerpo, la actitud y la perspectiva según la vertical es peculiarmente importante. Así que ascendemos en nuestra calificación escolar o laboral, social o económica, no sin esfuerzo ni con pocos sinsabores. En cada paso que damos nos mueve el impulso de los primeros que afrontaron los peldaños iniciales. Es porque podemos caer que ascendemos, así como es posible dejarse caer una vez que se ha alcanzado una posición relativamente prominente. Se dice sencillamente pero no de modo inane: es forzoso afrontar la escalera que a cada uno le toca.
A los pobres de verdad, el respiro del rellano se les hurta, por lo que suelen quedar exhaustos, allí en un peldaño cualquiera, a merced de la ominosa caída. Quizá sea porque también se les ha hurtado la energía necesaria para iniciar el ascenso que los ha abandonado allí.
Por esto las escaleras se elongan tanto hacia arriba como hacia abajo. Para que tengamos siempre presente la moraleja ambivalente de sus tránsitos.

Las zonas de reserva del habitar (I)


Alex Majoli (1971)

Vivir, en un sentido muy primitivo, es marchar hacia un punto en el horizonte.
Este lugar en que se fija uno la meta supone, aparte de decisión, impulso y trabajo, hacer acopio de energías que nos amparan como sombras en nuestro andar. Desde dónde provenimos es una magnitud de reserva para la marcha.
La precariedad estriba no siempre en que no se avizore con claridad hacia dónde dirigir los pasos de la vida, sino que se produce una crisis en el proceso de morosa acumulación de pasos precedentes. De allí la tristeza constitucional del emigrante. Es el dolor de no poder desandar el camino, la desazón porque el camino ya recorrido no nos pertenece, la angustia de los pasos perdidos.
Para el empobrecido, la ruta se alarga en demasía tanto hacia adelante cuanto para atrás.

Sobre la condición liminar


Annemarieke van Drimmelen (1978)

Si meditamos sobre las penurias de la persona deprivada cuando habita podemos atisbar que, en nuestra humana condición liminar, cada una de las dimensiones humanas portan una sombra, una suerte de magnitud complementaria y antecedente.
En artículos anteriores he indagado en la situación liminar del sujeto entre una proyección generalizada y estructurada hacia afuera y hacia el futuro, que tiene su contrapartida en una interioridad memoriosa tenida por propia. En realidad, no hay proyección apropiada hacia el lugar, si no es a costa de la plena titularidad subjetiva del interior. Y viceversa. Porque, estemos donde estemos, estamos en el umbral.
Pero sucede que no podemos incurrir en el idealismo de suponer que todos y cada uno de nosotros consigue vivir según el necesario orden armónico de los ámbitos en que media nuestro particular umbral. Sucede, en cambio, que existen situaciones en donde la existencia se ve deprivada y uno se descubre, con aflicción, en su condición de habitante pobre. Realmente pobre.

¿Una teoría del habitar del pobre?


Jake Borden

He ahí cómo la figura actual del inmigrante es ideal para pensar la desorganización social desde dentro, o, lo que es igual, para racionalizar todo un conjunto de signos negativos del presente que, gracias a esa vecindad de lo completamente externo, podían ser explicadas como consecuencia de su propia presencia contradictoria, lógicamente inaceptable, imposible
Manuel Delgado, 2019

Es singularmente inquietante la proposición de nuestro antropólogo. El análisis de los casos de los extranjeros y emigrantes no sólo arrojaría luz sobre sus afligidas situaciones, sino que ilustraría ciertos mecanismos internos de comportamiento especialmente ominosos de esto que llegamos a llamar orden social más o menos establecido. También serviría para someter a la propia Teoría del Habitar a una suerte de prueba de estrés.
Este último aspecto es un punto que me propongo considerar en el futuro.

El inmigrante, alguien que ya ha partido, pero todavía no le ha sido dado llegar


Jake Borden

El lenguaje ordinario le reconoce al inmigrante esa condición liminar o fronteriza, aplicada a un ser humano que no es que esté en una frontera, sino que él mismo es esa frontera que mantiene en todo momento separados y distinguibles el interior y el exterior del sistema social. Al inmigrante –como al amante– se le asigna no por casualidad una participo activo o de presente convertido en sustantivo. Él no es alguien que haya cambiado de sitio, que antes estaba allí y ahora está aquí, por mucho que lo parezca, sino que es alguien que ya ha partido, pero todavía no le ha sido dado llegar. Está como en una especie de limbo intermedio, moviéndose en su seno hacia nosotros, pero sin arribar del todo. Es percibido conceptualmente como en movimiento, en inestabilidad perpetua, aunque no esté desplazándose, aunque se haya vuelto sedentario.
Manuel Delgado, 2019

Todos los seres humanos tenemos la condición liminar como constitutiva, pero los inmigrantes se encuentran en una situación especialmente deprivada.
Sucede que, ciertamente, no les es dado llegar aún y, a la vez, se les ha hurtado, en su senda que dejan atrás, la posibilidad efectiva de volver. Sin llegar, entonces, carecen precisamente adónde tornar sus pasos. Eso es ser pobre, en el sentido en que Adela Cortina usa la expresión.
A las tristezas que aquejan al extranjero se le suman las aflicciones específicas del navegante errante y desesperado que es el emigrante. Tal es la condición de estos transeúntes instados por los dos extremos inaccesibles de la senda que es la vida.
Cuando uno piensa en una vida larga, fija su atención en el tiempo y, entonces, las cosas pueden parecer satisfactorias. Pero cuando lo piensa en términos espaciales, la cuestión es otra, porque es mucha la fatiga cuando ni se llega ni se vuelve.
Será porque llegar es, en cierto modo, una cierta manera de volver.

El extranjero atrapado en un puro trayecto


Jake Borden

El extranjero es aquel, sostenía Simmel, que encarna el contrasentido de un ser que está al mismo tiempo cerca y lejos: cerca físicamente, pero lejos moralmente. Un habitante de otro país no es, en tanto permanezca en él, extranjero; lo es, cuando está aquí, en ese lugar que no es el suyo, sino el nuestro. Ni que decir tiene que esa virtud del extranjero –alguien que está dentro pero que no pertenece al adentro, que sintetiza lo que es al mismo tiempo remoto y próximo– en orden a representar todo tipo de peligros externos que se habían conseguido introducir en el seno mismo de la sociedad. "El extranjero está en el círculo, pero no pertenece a él", dice Simmel. Estando aquí no pertenece al aquí, sino a algún allí. Está entre nosotros físicamente, es cierto, pero en realidad se le percibe como permaneciendo de algún modo en otro sitio y encarnando las propiedades de ese otro sitio que han viajado con él. O, mejor, se diría que no están de hecho en ningún lugar concreto, sino como atrapados en un puro trayecto.
Manuel Delgado, 2019

En esta oportunidad, el aporte del antropólogo catalán Manuel Delgado incorpora una inquietante perspectiva.
Quizá es una exageración pensar en asociar la condición de extranjero a una suerte de patología en el habitar, pero, sin duda, se trata de una situación problemática, que es interesante abordar tanto a los efectos de su dilucidación, así como un aporte a la teoría general del habitar desde sus territorios fronterizos. La observación de Simmel, en este último sentido, es iluminadora: pertenecer a un círculo, para un ser humano, no es una simple función topológica. Porque no basta con posar los pies en unos puntos de un círculo que constituye un lugar; hay que pertenecer a él, para, en verdad, habitarlo. Es preciso constituirse como texto en un contexto propio y apropiado.
Ser extranjero proviene de la posibilidad —omnipresente en toda y cada una de nuestras situaciones— en que nuestro contexto se nos vuelva inapropiado, extraño, ajeno. Hasta tan lejos nos pueden llevar las tristezas de la vida.

Dimensiones de la buena vida (XIX)


Brian Aris (1946)

Resta preguntarse, luego de este examen de dimensiones humanas de la buena vida, qué subsiste de nuestras hipótesis iniciales al respecto.
Parece imperioso e ineludible abordar la tarea de descubrir y liberar la buena vida del manto equívoco que la falsea. La buena vida la llevamos vivida, aunque ignorada en sus aspectos esenciales y sojuzgada por el imperio de una ideología dominante que prodiga en simulaciones.
No es posible ni oportuno confundir la buena vida —asunto social, por el que las personas pueden luchar en forma concertada—con la felicidad, contenido particular anímico que informa a las circunstancias estrictamente privadas de cada sujeto. Pero en lo que toque a la vida social, es imperativo la promoción de los marcos de situación adecuados para la consecución contingente de la buena vida de todos y cada uno de los sujetos.
Por último, pero no menos importante, es claro ver ahora que la buena vida constituye un proceso y no un estado fijo e invariable de condiciones. Porque la propia condición humana es un proceso hacia su propia consumación, si nos lo permitimos y luchamos por ello.
El examen inicial de las dimensiones humanas de la buena vida apenas si se asoma al descubrimiento de aquellos aspectos que buscamos. Es sólo un camino de los tantos que es preciso transitar.

Dimensiones de la buena vida (XVIII)


McNair Evans (1979)

La coronación superior de las dimensiones de la buena vida, tal como hemos llegado a explorar aquí, culmina con la luz.
En efecto, sus magias rematan por todo lo alto la estructura fundamental de la buena vida, porque es una alegría esencial, tal como lo esclareciera en su momento Le Corbusier. Porque todo el contento de una escena puede ser, ni más ni menos, una mancha de luz en las profundidades de un interior habitado. Y es esencial, para dar forma visual a la contextura del mundo que se deja dibujar de modo inmejorable gracias a las alternancias de las luces, las penumbras y las sombras. Todo el escenario de la buena vida puede entonces contemplarse con la más eminente percepción. Es gracias a la luz que la buena vida relumbra en su evidencia, una vez que la hemos comprendido en sus otras dimensiones

Dimensiones de la buena vida (XVII)


Eva Rubinstein (1933)

Existe una dimensión de la buena vida que es, a la vez, primitiva y sofisticada. Se trata del aroma de los elementos del mundo vivido. ¿Cómo infunde el aire que se deja respirar con regocijo? ¿A que huele el agua que nos refresca? ¿Cuál es el olor de la tierra que hollamos? ¿Y el aroma del fuego que ilumina y calienta?
El olfato es un sentido primitivo y tajante en su rechazo al mefitismo, a la vez que resulta un sutil instrumento para la identificación y el recuerdo. Los aromas son las señales más francas y a la vez las más misteriosas acerca de la contextura de lugares, circunstancias y personas.
Así, la buena vida se deja respirar y juzgar inequívocamente.

Dimensiones de la buena vida (XVI)


René Groebli (1927)

Vivir es someter a la piel a un constante manar de calor.
Según la tasa de emisión, el cuerpo se contrae o relaja con una cuota relativa de confort. La física de este asunto puede ser sumaria, pero la vivencia es entrañable. La buena vida se desarrolla en unas alternancias no muy distantes unas de las otras. De todos modos, no es quizá deseable perdurar en un estado constante, sino respetar ciertos ritmos, tanto diarios como estacionales. La buena vida, en su dimensión térmica, no es mero asunto de aire acondicionado, ni de reclusión en celdas de estados invariables.
Es asunto de una frescura vivaz del ambiente, en donde los cuerpos tributen su propia calidez en una magnitud conforme.

Dimensiones de la buena vida (XV)


René Groebli (1927)

Nuestra vida consiste, en una de sus dimensiones sensibles más importantes, en un acechante prestar oídos hacia todo lo que acontece.
Y lo que acaece es tanto las sublimes músicas de la vida y del arte, así como los rumores de la naturaleza y, sobre todo, los estrépitos de la vida social. La función poética de distinguir las voces de los ecos— tal como proponía en su entonces don Antonio Machado— es una clave de la buena vida. Porque la acuidad precisa, el sentido de la melodía, la armonía y del ritmo, el criterio sólido son los signos del ser humano bien consumado.
Una buena vida presta oídos a la música de la existencia y de ella repara en los más hondos estremecimientos de su canto.

Dimensiones de la buena vida (XIV)


Lewis Hine (1874-1940)

La ideología dominante distancia la buena vida del trabajo.
De este modo, la buena vida es vista como una aliviada holganza en todo ignorante de las miserias y aflicciones presuntamente propias del trabajo. Sin embargo, el trabajo es aquello que nos realiza como seres sociales con lo que tenemos una paradoja invisibilizada a los ojos del sentido común. Es imperioso reconsiderar la cuestión a costa de una doble operación, que comprende tanto la revalorización del trabajo como de una tan buena como laboriosa vida. No se necesita ser muy avispado para llegar a sospechar que es el trabajo alienado el que resulta un antagonista activo de la buena vida, con lo que se puede pensar que el problema radica no ya en su carácter de labor, sino en su condición alienada. Se sigue de ello que lo que corresponde es, ni más ni menos, reapropiarse uno su trabajo.
Se dice fácil. Lo arduo es la consecución de las condiciones sociales para que los trabajadores nos reapropiemos de nuestro trabajo y vivamos entonces una buena y esforzada vida.

Dimensiones de la buena vida (XIII)


Laszlo Moholy Nagy (1895-1946)

La convivencia social hace de la vida corriente un juego con sus campos, sus reglas y sus sanciones.
El homo ludens, por su parte, se las arregla siempre para jugar en la frontera borrosa comprendida entre el territorio de las reglas y una plena condición libérrima. Ser liminar, el sujeto vibra en su condición compleja de ingobernable sujetado. Siempre palpitante y siempre desafiante, el sujeto se aplica denodadamente a cumplir con desobediencia, a someterse indómito, a reverenciar el orden que vive subvirtiendo.
La buena vida se zarandea juguetonamente en las fronteras de las reglas.

Dimensiones de la buena vida (XII)


Karin Rosenthal (1945)


          Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Pablo Neruda

La buena vida tiene mucho que atender a las formas turgentes de la existencia, y a las regiones especialmente sensibles del mundo.
Este mundo en donde retozan los cuerpos se complace en entregarse a los juegos ardientes de la seducción y el deseo. Vivir apasionadamente es necesario. La buena vida tiene la silueta del sujeto querido, a la vez muy lejos y muy cerca. La buena vida tiene la trémula redondez del afecto. La buena vida tiene el fresco perfume del mundo recién nacido.
Al mundo lo deseamos vacante, entregado y abierto para poblarlo, inmiscuidos allí del mejor modo.

Dimensiones de la buena vida (XI)


Kristian Leven

La isla humana es un lugar visitado y afectado por vida ya muerta. Donde sus habitantes se juntan, se hacen perceptibles signos sutiles y obstinados de los ausentes.
Peter Sloterdikj

Una buena vida tiene una dimensión comprendida por lo ya acontecido.
Se trata de todo aquello que el transcurrir echa atrás, hacia las honduras de la memoria y del olvido, que es la dimensión que vamos agotando en su consumación, hasta el inevitable final. La verdadera consumación de la vida es la población constante de las memorias de aquellos que nos sobreviven. Así, cargaremos las espaldas de quienes nos suceden en cumplir la ardua tarea de ser humanos. Así como hacemos nosotros con nuestros antecesores y con nosotros mismos. Nutridos y colmados de vida ya vivida.

Dimensiones de la buena vida (X)


Kristian Leven

Aparte de una cierta profundidad interior, la buena vida también tiene importantes dimensiones extra corporales.
Toda vez que se habita un horizonte, en esa región se establece un punto propio, hacia el que se conduce tanto la marcha como la existencia. Desde el confín del punto propio en el horizonte acecha lo que vendrá. Hacia la aletheia, esto es, hacia aquello que adviene más allá del horizonte dirigimos una especial atención expectante y nos constituimos como acechantes sujetos volcados al futuro. Una buena vida es aquella que se apropia por las buenas de aquello por hacer.
Tener un porvenir es asunto de existentes, mientras que hacer propio lo que vendrá es de sujetos consumados en su condición más entrañable.

Dimensiones de la buena vida (IX)


Kristian Leven

La buena vida se abisma hacia su interior.
Este abismo es el que está efectivamente poblado por la persona, construido morosamente y configurado plenamente a su sentido del gusto. Es de esperar que tal abismo contenga cosas valiosas, por cierto, pero también es imperioso que haya amplitudes interiores tales que permitan la reverberación de estas cosas, poblando el interior de voces y, sobre todo, de ecos. Por esto es que una buena vida debe tener una adecuada, digna y decorosa profundidad interior, poblada de vivencias, pletórica de memorias, hirviente de imaginaciones y deseos. Y además debe disponer de una holgura vacante para que cada constituyente vital se conmueva a sus anchas allí.