—No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se
han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda,
pues que todos han partido.
Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda.
El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de
soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas
están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero,
pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar,
sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una
tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba.
Sólo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras que la tumba se nutre
de la muerte del hombre. Por eso la primera está de pie, mientras que la
segunda está tendida.
Todos han partido de la casa, en realidad, pero
todos se han quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda, sino
ellos mismos. Y no es tampoco que ellos queden en la casa, sino que continúan
por la casa. Las funciones y los actos se van de la casa en tren o en avión o a
caballo, a pie o arrastrándose. Lo que continúa en la casa es el órgano, el
agente en gerundio y en círculo. Los pasos se han ido, los besos, los perdones,
los crímenes. Lo que continúa en la casa es el pie, los labios, los ojos, el
corazón. Las negaciones y las afirmaciones, el bien y el mal, se han
dispersado. Lo que continúa en la casa, es el sujeto del acto.
César
Vallejo en Poemas en prosa (1923-1929)