Plumas ajenas: Jan Gehl

En cualquier situación donde una persona se ve forzada a permanecer durante un tiempo en un mismo lugar, busca acomodarse sobre el borde urbano, un fenómeno que se conoce como el “efecto del borde”. Al apoyarnos sobre este paramento no interrumpimos el tránsito peatonal, y al mismo tiempo podemos observar todo de forma callada y discreta. Las ubicaciones en el borde proveen una serie de beneficios importantes: hay espacio delante de uno al cual mirar, la espalda está cubierta, por lo que no habrá sorpresas que vengan de atrás, y hay contención física y psicológica. La gente se ubica dentro de un vano o un nicho, o simplemente apoyada contra la pared. También los factores climáticos se ven atenuados, ya que la persona se ve protegida
por los elementos constructivos y decorativos. Es un buen lugar para estar.
La preferencia que demuestra la gente en ubicarse sobre el borde de un espacio está vinculada a nuestros sentidos y a las conductas que guían nuestras interacciones sociales. El origen por esta inclinación de tener un buen espacio sobre el borde puede ser rastreado hasta nuestros antepasados cavernícolas. Ellos se sentaban en las cavernas con sus espaldas apoyadas contra la pared, el mundo delante de ellos. En tiempos más recientes, vemos cómo el fenómeno se repite en un salón de baile, donde los asistentes deambulan entre temas pegados a las paredes. Y cuando estamos en nuestras casas, muchas veces nuestro asiento preferido es el sillón esquinero.
Ubicarse sobre los bordes es una cuestión fundamental cuando se trata del espacio urbano, donde las esperas más prolongadas deben realizarse rodeado de extraños, porque nadie quiere que se note que está solo y esperando a alguien. Si nos paramos junto a la fachada de un edificio, al menos tenemos donde apoyarnos.

Jan Gehl, 2010

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