Plumas ajenas: Emmanuel Lizcano


En el momento de ensayar cualquier teorización sobre lo que suele conocerse como ‘imaginario social’, conviene empezar aplicando este criterio de reflexividad a los términos de la propia expresión -‘imaginario social’- pues, efectivamente, ambos son deudores de un imaginario bien concreto, y su asunción acrítica nos pone en peligro de proyectar sobre cualquier imaginario lo que no son sino rasgos característicos de éste y no de otros. Por un lado, el término imaginario hace referencia evidente a ‘imagen’ e ‘imaginación’. Y, ciertamente, todos los estudiosos coinciden en señalar a las imágenes como los principales –cuando no exclusivos- habitantes de ese mundo (o pre-mundo) de lo imaginario. No es menos cierto que es contra las imágenes y su oscuro arraigo en el imaginario popular contra lo que han luchado los distintos intelectualismos ilustrados, desde el islámico o el protestante hasta el cartesiano o el de la ciencia actual. Pero tampoco es menos cierto que también esos movimientos iconoclastas son fuertemente deudores, en el caso europeo, de una cultura que privilegia la visión y su producto (la imagen) hasta degradar, cuando no aniquilar, el valor de cualquiera de los otros llamados cinco sentidos: oído, olfato, gusto y tacto, por no hablar de otros sentidos no menos ninguneados, como el sentido común o el sentido del gusto por la palabra hablada. De hecho, las reiteradas cruzadas racionalistas contra el imaginario se han llevado a cabo, paradójicamente, en nombre de imágenes, en nombre de esas imágenes abstractas y depuradas de connotaciones sensibles que son las ‘ideas’ (no olvidemos que también éstas provienen del verbo griego êidon, ‘yo vi’). El imaginario, pues, no puede estar poblado sólo de imágenes. Incluso, como veíamos antes, debe situarse un paso antes de éstas, pues de él emana tanto la posibilidad de construir cierto tipo de imágenes como la imposibilidad de construir otras.
Lizcano, 2003

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