Plumas ajenas: Manuel Delgado


Si para las instituciones la obra de arte público fijada en el territorio es una apuesta por lo perenne, lo que merece durar inalterable, para el usuario ese mismo objeto es un instrumento que le sirve para puntuar la espacialidad de las operaciones a que se entrega, justamente aquella sustancia que constituye la dimensión más fluida e inestable de la vida urbana. Si la ciudad legible, ordenada y previsible de los administradores y los arquitectos es por definición anacrónica –puesto que sólo existe en la perfección inmaculada del plan–, la ciudad tal y como se practica es pura diacronía, puesto que está formada por articulaciones perecederas que son la negación del punto fijo, del sitio. Ahí afuera, a la intemperie, lo que uno encuentra no son sino recorridos, diagramas, secuencias que emplean los objetos del paisaje para desplegarse en forma de arranques, detenciones, vacilaciones, rodeos, desvíos y puntos de llegada. Todo lo que se ha dispuesto ahí por parte de la administración de la ciudad –monumentos tradicionales, obras de arte, mobiliario de diseño– se convierte entonces en un repertorio con el que el incansable trabajo de lo urbano elabora una escritura en forma de palimpsestos o acrósticos. En calles, plazas, parques o paseos se despliegan relatos, muchas veces sólo frases sueltas, incluso meras interjecciones o preguntas, que no tienen autor y que no se pueden leer, en tanto son fragmentos y azares poco menos que infinitos, infinitamente entrecruzados.
Manuel Delgado, 2018

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