Habitar la marcha

Thomas Fearnley (1802- 1842) Paisaje con caminante (1830)

Para los teóricos del Movimiento Moderno de comienzos del siglo XX, deambular se reducía a un puro circular, esto es, apenas un desplazarse de una estancia a otra. Sin embargo, la habitación de la marcha es un modo muy primitivo de habitar un espacio-tiempo.
Es que en el mundo, ante todo, se nos han abierto para siempre sendas, desfiladeros, intersticios practicables en donde poblar consiste, de un modo fundamental,  en vencer una distancia en un tiempo vivido. Antes de poder detenerse en un enclave y constituir una estancia, es preciso llegar allí.
Es marchando que se constituyen las sendas: se abre el espacio de un modo heideggariano, aviándolo, viviendo el tiempo en el cambio de lugar. Negamos el punto de partida mediante el asedio al punto impropio en el horizonte. Y lo que sucede es el camino.
Nuestro actual hábito sedentario y recurrente nos oculta que el conjunto de sendas que efectivamente hemos recorrido constituye el intrincado laberinto que denominamos, en forma concisa, vida o peripecia personal. Laberinto que, si observamos bien, asombra por los largos rodeos que hemos dado antes de dar con esos lugares especiales de cruce en lo que atisbamos, aquí y allá, una felicidad como virtuosa discontinuidad en afanosas búsqueda de quién sabe qué cosas del más diverso carácter.

Porque marchar, gesto antiguo y fundamental, tiene que ver tanto con dejar atrás el olvido, la memoria y la muerte, así como también poner todo por delante aquello que sobrevendrá tras el horizonte: el esforzado desocultamiento de las cosas.

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