¿Hacer ciudad?


Michel Rosé (1963) Identidad desconocida (2018)

En una primera instancia el urbanismo surgió con principios higienistas para mejorar las condiciones de habitabilidad de la ciudad industrial, así como para ejercer un control sobre la propiedad privada y el monopolio del suelo que procurase un desarrollo equilibrado acorde a las necesidades colectivas. En este recorrido se quiso que el urbanismo, como disciplina de estudio y ordenamiento del espacio físico urbano, se dotara de herramientas del derecho para crear su propio marco jurídico dentro del que regular el crecimiento y los usos de la ciudad a través de la planificación, el diseño y la gestión. Es decir que el urbanismo fuese la herramienta con que materializar el “proyecto de una ciudad”. A pesar de su intención redistributiva en origen, es a partir de la creación de un instrumento capaz de producir “suelo” y definir las características de la naturaleza urbana del mismo, que pronto se convierte en una parte importante del sistema productivo para organizar el espacio del capital y su reproducción. La regulación de usos del suelo a través de la zonificación establece qué lugares podrán llegar a ser ciudad y cómo y cuáles quedarán excluidos de ese proceso, orientando y modificando el crecimiento espontáneo de la ciudad a través de una incidencia directa sobre el suelo. El planeamiento modifica las reglas del juego afectando a dos esferas de poder: por un lado, a propietarios y promotores, mientras que por otro lado genera una tecnocracia cuya importancia como agente en el desarrollo urbano va a ser creciente.
Cristina Fernández Ramírez, Eva García Pérez, 2014

¿Qué es hacer ciudad? Diferentes actores sociales pueden ofrecer distintas respuestas a esta cuestión. Pero es posible oponer dos tendencias opuestas y muy generales. Por una parte, están aquellos que consideran que hacer ciudad es construir cosas como edificios, calles y plazas, quienes asimilan la noción de lugar a la mancha que el conjunto de las construcciones materiales en su agregación hace sobre el territorio, diferenciándose del campo, allí donde las improntas antrópicas son relativamente más discretas. Opuesto a este talante, están lo que consideran la ciudad como un modo humano de vivir conformado comunidades de asentamiento relativamente densa, estable y dinámica en sus interacciones. Unos enfatizan las cosas, los otros atienden a la realidad humana como justificación última de las cosas construidas.
El urbanismo comenzó proponiendo diversas normas disciplinantes del construir material en vista a consideraciones humanitarias básicas, por una parte, y a la defensa más o menos vehemente del interés común del conjunto de los ciudadanos. Allí donde el ardor constructivo exagerase, la norma urbanística señalaría una oposición, una restricción un no ir más allá: una virtuosa anti/construcción.
El urbanismo detenta, entonces, un compromiso arquitectónico con aquello que, del lugar, no debe construirse. De allí las normas de altura máxima, de ocupación del suelo, de alineamiento o retiro con respectos a las trazas del predio y miríadas de otras restricciones de similar naturaleza y espíritu. El urbanismo tiene que ver, en su germen originario, con los intersticios liberados a la vida comprendidos entre las masas construidas.
La tensión entre la pujanza socioeconómica proclive al desarrollo de las masas construidas, por un lado, y por otro, su complementario antagonista del intersticio vital es de naturaleza indisimulablemente política.

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