Arquitecturas del lugar (VII) La gran escalera


William Henry Pyne (1769–1843) La gran escalera en Carlton House (1819)

Una escalera que en verdad pueda considerarse un lugar magnífico (y no sólo ampuloso o pretencioso) constituye un homenaje a la marcha majestuosa de la persona que la habita.
Existe un delicado punto de equilibrio entre una profundidad perspectiva generosa, una apreciable altura ganada, una amplitud conforme del paso y las fatigas que supone su práctica. Nada de naderías, pero tampoco de excesos. Una escalera magnífica de verdad se practica de modo solemne y grave, porque subir y bajar una escalera, ya se ha visto antes aquí, es un asunto solemne y grave.
Todas las dimensiones que afectan la estructura fundamental del lugar están implicadas en la habitación esforzada de una majestuosa sucesión de peldaños que se transitan paso a paso, con seguridad, dignidad y elegancia.

Arquitecturas del lugar (VI) El altillo


Anders Zorn (1860–1920) Atelier (s/f)

Allí en lo alto de la casa, al abrigo del tejado, ocurre el lugar destinado al cultivo de la imaginación.
El altillo tiene vocación de atelier, de estancia peculiar para el desarrollo del self, la cámara de los ensueños que harán eclosionar la personalidad. Una de las pocas fortunas de una vida puede radicar en contar con la posibilidad de retirarse hacia el encuentro de uno mismo allá en las alturas, ir dar con lo que la vida produce e inflige.
La arquitectura del altillo no suele prodigarse en grandes gestos confortables, a excepción de la distancia adecuada que guarda con el resto del mundo. En el caso de constituir un atelier, es fundamental su luz especialmente localizada, que resultará, en definitiva, el mejor maestro de pintura de los que se tenga noticia. El resto de las dimensiones se recortan con especial sujeción a la burbuja pericorporal: nada sobra, pero nada falta, en lo esencial.
El altillo resulta así una especie de entrañable espejo para su habitante.

Arquitecturas del lugar (V) Una logia hacia el mar


Martinus Rørbye (1803–1848) Una logia en Procida (1841)

Según parece, nuestra existencia tiene lugar efectivo en una estancia en lo liminar.
Habitamos horizontes tanto como fronteras, umbrales y bordes. Habitamos entre regiones diferentes, entre diversas condiciones, acaso siempre entre. Por ello, disponer de una logia hacia el mar puede constituir una estructura de las más ansiadas por el espíritu humano: un lugar para estar afrontando el paisaje fundamental en sus constituyentes esenciales de aire, tierra, agua y energía en constante concierto. No importan tanto los pormenores tectónicos de detalle como esa propia condición liminar.
Allí la profundidad perspectiva es la propia del paisaje, absoluta, tal como su altura y amplitud. Y no obstante la conformación particular de la arquitectura de la logia contiene la estructura fundamental con arreglo especial a sus dimensiones humanas. Allí donde estamos y nos abrigamos, nos aloja la estructura que nos permite, precisamente, arrojarnos hacia lo que vendrá más allá del horizonte. Mientras tanto, tras la logia reside la región de la vida ya vivida, los reservorios de la memoria y el olvido.
Así es que, convenientemente aupados en una eminencia, nos resguardamos seguros y relajados con perspectivas controladas sobre el entorno. ¿Se puede pedir algo mejor? ¿Hay alegrías más esenciales que la respiración, el roce de la irradiación solar, el rumor distante del paisaje? ¿Puede acaso un bachelardiano humble logis contener mayor riqueza material y simbólica?

Arquitecturas del lugar (IV) Ámbitos aquejados por el gigantismo


Berenice Abbott (1898 - 1991) Penn Station, Manhattan (1935)

En aquellos ámbitos aquejados por el gigantismo, se verifica una dispersión de la estructura fundamental del lugar por obra de la rarificación de las dimensiones propiamente humanas de éste.
El ámbito gigantesco pierde su densidad conforme propia del lugar habitado, para devenir una estructura que sojuzga el ánimo y somete a los cuerpos a una minimización simbólica. Si la profundidad perspectiva, la altura o la amplitud superan una cierta medida, las dimensiones dejan de ser, propiamente, humanas, para adquirir otros valores presumiblemente suprahumanos. Las personas, allí, se comportan ya como masas, ya como perplejos transeúntes en busca infructuosa de algún rincón propicio.
No se puede hablar, sin embargo, de deshumanización. Sí de rarificación. Porque es humano y sólo humano el impulso acaso irrefrenable hacia la consecución de estructuras que estén proporcionados a las escalas propias de los gigantes que sólo la razón y la sinrazón humana pueden llegar a concebir.
Antes de condenar a priori el gigantismo, debe ser aclarada con rigor su propia condición y naturaleza.

Arquitecturas del lugar (III) El comedor burgués


Viggo Johansen (1851 –1935) Cena de artistas (1903)

Las reuniones en corro en torno a la comida han constituido el signo por excelencia de la interacción social.
Es que en torno a la comida nos hemos vuelto gente. La mesa de comedor, su servicio de vajillas y cubiertos, las sillas y los comensales constituyen una arquitectura propia del lugar en que celebra la señalada ocasión de estar juntos en mutuo concierto.
La mesa debe alojar a los convocados en condiciones en donde todos puedan verse y conversar entre sí, de lo que se infiere que una mesa perfecta es una mesa circular o, mejor aún, toroidal. No obstante, las mesas burguesas suelen ser rectangulares, lo que jerarquiza las posiciones que no por casualidad son denominadas cabeceras. De ello deriva una minuciosa etiqueta que reparte sus comensales por su relativa afinidad protocolar con el actor principal del banquete.
El comedor burgués, como arquitectura propia de un lugar, supone una estructura fuertemente centrada tanto por la disposición del mobiliario y el servicio, así como por obra de la ordenación de los cuerpos y por obra de la distribución de la luz. Domina, por lo general, una atmósfera generalizada de gozoso estrépito y ánimo jovial, convenientemente aderezados por los manjares y las bebidas.
Esta concentración debe equilibrar cuidadosamente con el aforo disponible y con la concurrencia efectiva, con lo que el comedor burgués debe expandirse y contraerse según las circunstancias, so pena de superpoblación extenuante o de fría constitución agorafóbica. Quizá por esta razón, en la actualidad y por obra de la estrechez cotidiana, los banquetes de algún aparato ya no pueden ser celebrados en casa y deben mudarse a ámbitos especialmente acondicionados al efecto en clubes y restaurantes.
Por esto, el comedor contemporáneo es apenas un relicto de lo que fueron, en su tiempo y circunstancias, los antiguos comedores burgueses.

Arquitecturas del lugar (II) El café


Luigi Loir (1845–1916) Café en la noche (1910)

En este caso, todo empieza y todo termina con una fulgurante presencia en la noche ciudadana. Un lugar habitado así es, en esencia, un punto de luz en la oscuridad.
Podría tratarse de un puerto o zona franca, estación en donde ritualizar los encuentros, las pausas, las contemplaciones detenidas de la vida. Se trata de un punto singular en el entramado laberíntico de todas las sendas ciudadanas. De cuán lejos puede llegarse a éste, no es posible determinarlo a ciencia cierta (uno puede llegar a cruzar todo el ancho del Río de la Plata para llegar a tomar un café en el famoso Tortoni de Buenos Aires, y recompensar con creces la empresa). Por otra parte, su hondura es la propia de los tertulianos que eligen los rincones más recónditos para amparar sus charlas. Un café tiene que tener, además, una altura que los vuelos de la imaginación de los parroquianos merezcan y se agradecen los pormenores de los cielorrasos y vitrales. Pero parece que la dimensión cabal de un café la da su amplitud: la medida en que se desarrolla ampuloso hacia la acera ciudadana.
Ni hay que decirlo, la dimensión osmotópica es esencial para la arquitectura propia del lugar café: las asociaciones de fragancias son factores atractores tan poderosos como la reputación histórica. A la algarabía de platos y cucharillas se le suma los rumores de la conversación distendida en donde cada mesa constituye un mundo hecho a la medida de la confidencia.
Toda esta estructura es mantenida en funcionamiento tan eficaz como discreto por ingentes esfuerzos de trabajadores de servicio que se deslizan furtiva y atentamente de emplazamiento en emplazamiento. Un mozo es un actor completo de la performance ergotópica del establecimiento tanto desde su disposición al servicio como en su presencia.
Pero todo en un café empieza y termina por constituir una fragante y resplandeciente presencia en el paisaje ciudadano. Una suerte de faro para navegantes urbanitas.


Arquitecturas del lugar (I) El emparrado


Santiago Rusiñol (1861– 1931) El emparrado (1914)

He aquí una arquitectura especialmente concebida para el deambular de modo simple, noble y grato.
Las sendas se desarrollan en magnitud conforme tanto en lo que refiere a la profundidad perspectiva (generosa, pero sin exceso de hondura), una amplitud merecedora del encuentro interpersonal y una altura ajustada (holgada, aunque permite apreciar los pormenores de detalle con suficiente proximidad).
Los pormenores amenos de la vegetación están al alcance de la mano, lo que supone un acuerdo tácito con los viandantes que supone en estos un comportamiento educado. La estructura construida acondiciona un interior practicable beneficiado por la sombra, a la vez que articula con los exteriores profusamente cultivados que se reservan a la contemplación a distancia. Los adentramientos propios de este emparrado suponen un vagabundeo lento, una respiración pausada y una calma atención estética.
El emparrado, tal como luce en la pintura, es un paisaje que ha alejado dos importantes elementos estructurales: el cielo y el horizonte. Esto resulta en una proximidad terrestre generalizada, un rincón multicolor en donde las plantaciones son protagonistas de la conformación del lugar. Por ello, todo lo que está por aparecer es el detalle de deleite que nos salta al paso, al cambio de rumbo, al azar gozoso de la mirada. Recíprocamente, la memoria y el olvido se pierden en una lejanía que deja, al menos por un instante, de acecharnos.
Es una celebración de las fragancias, de las sombras reparadoras, de la inspiración morosa, de los rumores agradables al ánimo. No por casualidad, el autor de la ilustración es, a la vez, pintor, poeta y dramaturgo. Puso allí su atención sensible y nosotros estamos en deuda para siempre con ello.
Mientras tanto, del otro lado de la tela pintada, todo es una fiesta de las luces fragmentadas, las penumbras hondas y las sombras que a toda la piel gratifica.

Arquitecturas del lugar en oposición a la consabida arquitectura de edificios


Everett L. Shinn (1876–1953) Washington Square (1910)

El desafío autoasumido aquí es desarrollar una literatura ancilar que registre los pormenores en que la estructura fundamental del lugar adopta una peculiar forma efectiva en determinadas arquitecturas del lugar.
De lo que se trata es de esquivar toda descripción arquitectónica tradicional, la que se detiene en las configuraciones proyectuales o tectónicas de los edificios. En cambio, es preciso dar cuenta de cómo ciertos ámbitos pueden ofrecer sus valores efectivos propios de las dimensiones efectivas del lugar, tal como es posible sistematizarlas en aquello que aquí se denomina estructura fundamental del lugar.
Abordaremos entonces ciertos ámbitos peculiarmente ilustrados a título de ejemplos en que pretenderemos ilustrar(nos) acerca de la performatividad de un método del que, seguramente, aprovecharía mejor y en un futuro a una antropología científica del habitar.

Luces, penumbras, sombras (II)


Bert Teunissen (1959- )

Luces, penumbras, sombras son las instancias reveladoras de las calidades superiores del habitar.
Esto de las sustancias reveladoras debe ser entendido tal como lo hacen los fotógrafos tradicionales que operan con sus químicos en pos de la epifanía de las imágenes latentes del material sensible. Las cosas revelan sus signos, sus estatutos y su orden mutuo por obra de la luz que consigue impresionarnos nuestra percepción de los ámbitos habitados. Es por obra de las alternancias de valores de luz que podemos deleitarnos en el lugar, si detentamos una porción alma para ello.
Es por obra de las luces, las penumbras y las sombras que podemos complacernos con nuestra constitución ahí.

Luces, penumbras, sombras (I)


Bert Teunissen (1959- )

La dimensión fototópica del habitar es, con mucho, la medida de una cualidad especial que se revela una vez que todas las otras dimensiones se hayan desplegado.
Las alternativas de las luces, penumbras y sombras ofrecen un espectáculo que se aprecia cuando es posible una confortable recepción estética del ámbito habitado. Se trata de una medida de una alegría esencial a la que sólo es dable acceder cuando las dimensiones más acuciantes de la existencia han conseguido ajustarse a un mínimo de confort. La dimensión fototópica es, en cierto sentido, un lujo que podemos darnos si nos sustraemos al puro estado de necesidad.
Luces, penumbras, sombras: poesía prístina acerca de las cosas de vivir.

Abrigos, reparos (II)

Ferdinando Scianna (1943)

Aún en situaciones relativamente desahogadas, el confort térmico conserva un importante papel a cumplir en la calidad de vida.
La dimensión termotópica se aprecia morosamente con la piel y sus estremecimientos. La arquitectura del lugar merece ser recorrida en todas sus texturas para verificar que estamos verdaderamente a gusto allí, livianos de vestiduras, liberados los cuerpos y proclives al amor. El abrigo y el reparo conservan su carga emocional aun cuando las holguras de las condiciones de vida nos permiten atender a otras importantes dimensiones del habitar.
El calor en su dimensión conforme a la piel conservará, quizá para siempre, un valor singular en nuestra condición de habitantes.

Abrigos, reparos (I)


René Groebli (1927)

La dimensión más clara del confort frente a la conciencia es, quizá la termotópica, esto es, la correlación del calor corporal con el del ámbito habitado.
En las condiciones más precarias del habitar, el sujeto busca y consigue sumariamente un abrigo o un reparo que le permita establecerse en un lugar, siquiera de modo provisorio. Un rincón al abrigo del frío o un saliente que ofrezca una mínima sombra en la estación cálida dan todo de sí cuando las condiciones de la existencia son en verdad duras. En tales condiciones la arquitectura del lugar supone una suerte de atuendo.
En tales extremos en que la necesidad que nos vuelve menesterosos, cualquier recoveco es peculiarmente acogedor.

Prestar oídos (II)


Édouard Boubat (1923-1999)

La virtud acústica de las buenas alcobas estriba en su relativa sordera.
A través de las ventanas abiertas, la vida bulle estrepitosa, sí, pero las intrusiones del afuera se apagan en los cortinados, en las colchas, en las almohadas, en los sueños. Las membranas interiores de las alcobas oscurecen los bullicios, aterciopelan las palabras, atardecen los rumores.
En la penumbra virtuosa de las alcobas, es bueno prestar oídos al suave murmullo de las durmientes, que yacen a sus anchas.

Prestar oídos (I)


Stan Wayman (1927- )

Los lugares intensamente habitados se agitan en algarabías que deben ser asumidas casi como telones de fondo sonoros, so pena de prematuros agotamientos emocionales.
El poeta se aplica a distinguir las voces de los ecos, mientras que las madres y maestras hacen lo suyo como mejor pueden, separando los signos de prudente alarma de la general inmersión en el estruendo de los infantes. De todos modos, habitar es, de un modo forzoso, estar inmerso en un ámbito sonoro más o menos intenso y más o menos estresante.
En tales baraúndas, no obstante, es preciso prestar oídos en busca de las señales que nos conviene atender.

Fragancias (II)


Colin Jones (1936)

Uno no puede menos que simpatizar con los afanes de nuestras amas de casa por la limpieza y la adecuada odorización de nuestro ámbito doméstico.
Es a ese, precisamente ese tono osmotópico, es al que regresaremos una y otra vez. Y será tal perfume el que recuperaremos en la memoria afectiva del lugar si de este nos apartamos por algún tiempo. Una fragancia que resulta de la imperecedera lucha de las limpiadoras con las miserias de la vida.
Lucha perdida de antemano, pero ¿qué sería de la condición humana si no se impusiese una y otra vez, labores extenuantes y batallas de las cuales uno saldrá, antes o después, vencido por el mismísimo tiempo?