La estructura profunda de la casa (IX)


Bert Teunissen (1959)

La casa opera encantando y seduciendo. Tan enamorados estamos de ella que volvemos una y otra vez. Puede que ya no sea un enamoramiento adolescente y apasionado, sino maduro y taciturno. Así nuestros pasos siempre encuentran el camino de vuelta. Así tanto pavor nos da salir puertas afuera. Así la añoramos en la lejanía relativa. Porque siempre la llevamos puesta en la memoria menuda.
Estando en la casa nos gana una confianza, una segura calma que no suele acompañarnos fuera. A la altura del gesto nos aguarda, siempre igual a sí misma, la entrañable compañera. Estando en casa estamos en compañía tanto de nuestros seres queridos de carne y hueso, así como con las afectuosas fantasmagorías del recuerdo hecho presente en el tono de luz que se inmiscuye en el interior.
Porque por el umbral de las ventanas de la casa se cuelan las improntas en donde resplandece la vida vivida en la casa. Porque la vida en la casa es una recurrencia mansa de luces, penumbras y sombras que aprendemos a querer como cosa nuestra. Porque sólo cosas así pueden ser, en definitiva, cosas nuestras.

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