Para toda la
historia más antigua de la facialidad humana vale la constatación de que los
seres humanos no tienen su rostro para sí mismos, sino para los demás. La
palabra griega para el rostro humano, prosopon, expresa con toda claridad este hecho:
designa lo que uno ofrece a la vista de los demás; un rostro en principio sólo
es algo situado delante de la mirada del otro; pero, en tanto humano, posee al
mismo tiempo la capacidad de corresponder al ser-visto devolviendo a su vez la
mirada, y esta, naturalmente, no se ve en principio a sí misma, sino
exclusivamente el rostro de enfrente. Con ello, en el rostro aparece plenamente
instalada la delimitación recíproca de mirada y contramirada, pero nada que
remita a un giro autorreflexivo.
(Sloterdijk, 1998: 181s)