La
locución “buena vida” suele asociarse a la opulencia y al consumo refinado.
Cuando
se piensa en un sujeto que se da la buena
vida, se piensa en alguien con amplios recursos materiales y que dispone de todo aquello en
versiones de excelencia: residencias, vehículos, comidas, vestimentas y cosas
de similar tenor. Esto conduce a pensar que una buena vida es una condición
predicable de unos pocos, pues son, necesariamente, escasos los opulentos y
sofisticados consumidores de productos excelentes.
Pero
no se suele pensar en el contexto.
En
efecto, se piensa en ciertas modalidades de vida, que por escasas y muy
envidiables deberán alojarse distantes, allá,
hurtándose de la vista recíproca de toda la humanidad más o menos deprivada.
Esa distancia social lleva antes o después al confinamiento en zonas
exclusivas, en barriadas selectas, en sofisticados ambientes habitados.
Cabe
pensar si es, en verdad, una buena vida deseable aquella que deba ser confinada
más allá de la abrumadora mayoría
social.