Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (I)


Jindrich Štreit (1946)

Una arquitectura humanista comienza por ser concebida, desarrollada y resuelta a partir de la práctica de marcha del habitante.
Lejos de conformarse con los ejes geométricos del espacio abstracto, se compone con la práctica del lugar concreto, a lo largo del espacio-y-el-tiempo vividos. Así la composición de los lugares obedece a la ley del laberinto, de la sucesión de esferas, de la sucesión de umbrales. La profundidad perspectiva efectivamente hecha experiencia por el habitante es, por ello, la dimensión primigenia. La sucesión de los pasos, tanto en el andar acuciante como en el errar distraído debe configurar el sustrato compositivo de tal arquitectura.
Una arquitectura así se echa a andar, siguiendo de cerca la marcha de sus habitantes. Y cuando seguimos esta marcha, seguimos su vida. Como corresponde.

Examen de lo infraordinario (III)


George Georgiou (1961)

Una vez que nos situamos, podemos negar, a la vez, tanto el tránsito como la detención y, de este modo, nos constituimos en el umbral que nos corresponde.
Al fin llegamos a nuestra habitación del paso, de la frontera, del término. Al fin estamos y dejamos huella de Un Lado, pero afectados por la emergencia plena del Otro Lado. Nos constituimos como seres liminares, esto es, habitantes de comienzos y confines.
Asomarse a un espejo y trasponer una puerta tienen en común una sutil taciturnidad en donde nuestro acaso se reduplica en el lugar. Porque siempre estamos en el borde, expectantes. Porque somos ese borde. El borde que alía a la vez que escinde el pasado con el futuro, adelante con detrás, afuera con adentro.
Así es que llegamos a nuestra condición originaria, estremecidos defensores de los dinteles y los arcos.

Examen de lo infraordinario (II)


George Georgiou (1961)

Solemos incurrir en detenciones, cuando y en donde nos disponemos a esperar. Nos asentamos, sentamos plaza, nos paramos en la huella. El camino deja de serlo entonces para mudarse en un hito. Nos acodamos en el lugar recién consagrado.
Parece que mientras andamos, hablamos, pero cuando nos detenemos, escribimos. Es que nos registramos en nuestro lugar de quietud. Somos el cuerpo que escribe estoy aquí, cuando se realiza tal operación, porque no solo basta con llevarla a cabo, sino que hay que significarla en toda su futilidad. Es que tenemos lugar allí, en el lugar que hacemos —tan equívoca y tan legítimamente— nuestro.
Si andamos, practicamos un laberinto, mientras que estando construimos esferas. Constituyendo estancias, hacemos lugar a la habitación y comenzamos por detentar una morada. Luego reemprenderemos la marcha. Ahora es tiempo de darse el tiempo.

Examen de lo infraordinario (I)


George Georgiou (1961)

Con respecto a la marcha, sólo podemos estar razonablemente seguros que hemos operado una partida. En cuanto a una eventual llegada, sin embargo, todas son irresoluciones, salvo en un caso, del que nadie quiere hablar, por lo general. Así que todo es partir o, más bien, recomenzar el viaje que uno ha iniciado en aquellos lejanos tiempos en que dio sus primeros pasos, calurosamente festejados por sus familiares más cercanos.
Los recorridos cargan con el peso del significado de ser representaciones de toda la vida, reducida a su operación esencial e infraordinaria, que es constituir un andar, una expedición, una empresa. Por ello, el errar, el paseo, el despreocupado vagabundeo son verdaderas magnificencias que sólo se pueden permitir algunos en unas muy señaladas circunstancias. Por lo general, todos vamos recto, raudos y cabizbajos a nuestros asuntos.
Pero todo andar no es otra cosa que la elemental coreografía de nuestra condición primigenia de transeúntes, ambulantes precarios de una única peripecia.
El ir y venir constituyen, de este modo, alternativas ilusorias de un único deambular ajetreado entre los morosos comienzos y el postrero destino final.

El interés por lo infraordinario (III) La poética de la vida


Georges Perec

Lo que pasa realmente, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que pasa cada día y de lo que vuelve a pasar, de lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo?
Georges Perec

La propuesta de nuestro autor es tan genial como quijotesca.
En efecto, es de esos emprendimientos cuya asunción es ensalzable, pero de consecución probablemente farragosa. Es que lo que vivimos, más allá de los eventos extraordinarios, merece una poética, además de un asedio científico riguroso. La poética, en todo caso es un juego de espejos, mientras que la indagación se da de lleno con la sustancia propia del habitar.
El autor de nada menos que un título como La vida, instrucciones de uso es un cultor de un asedio literario a lo infraordinario, y, al hacerlo, señala un camino para quienes, desprovistos de talento literario, no obstante, buscamos afanosamente la poética propia de la vida, para aprender algo de ella.

El interés por lo infraordinario (II) La poética de la vida


Georges Perec. La vida, instrucciones de uso

Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario.
Georges Perec

Es forzoso rendirse a la evidencia del papel trascendente que tiene para toda literatura posible, la virtud poética del acontecimiento.
El suceso insólito es, por sí mismo, un signo de lo extraordinario que deja una marca en la superficie prístina del mundo vivido. La poética explota esta virtud, bien porque simplemente se hace eco de lo vivido, bien porque encuentra las mejores palabras para dar cuenta de esto. Quizá por ello la literatura, por lo general, acude al evento en busca de atención, interés y belleza. La virtud poética, entonces es propia del acontecimiento insólito y todo lo demás viene en añadidura. Pero, es preciso reconocerlo, en la poética de la vida no todo es, necesariamente, extraordinario.
Otro asunto de interés es la invocación de Perec a lo que nos habla. Hay una poesía primigenia en el decir, antes de la constitución de su registro escrito. Y este proferir es asunto más de la vida misma que la del poeta, que siempre viene después y en consecuencia. Porque la vida imita al arte cuando produce significados. Luego es que el arte poético produce sentido al referirse a lo que vive.
Así, la escritura de la vida no es más que un signo durable de un signo fugaz de habla que es signo. a su vez, del evanescente declinar de las cosas de la vida. Con tan complejas operaciones semióticas es esperable que prevalezca apenas lo extraordinario.

El interés por lo infraordinario (I) La escritura


Georges Perec

Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos.
Georges Perec

La vida, ha reparado nuestro autor, se deja pensar como un vacío que se excava continuamente.
Hay entonces en el curso de las cosas de la vida una evanescencia general, continua y crónica. Las cosas de la vida incurren en esfumarse o disiparse y declinan hacia las honduras del tiempo ido. Los flujos de la vida se evaporan sin remedio y sin cesar.
Puede pensarse que existe un virtuoso espíritu de contradicción o un gesto patéticamente desesperado en un autor que se empecina en que algo sobreviva, que algo quede sustraído al continuo decaer de las cosas. Sin embargo, el asunto es de otra naturaleza, según me parece.
Lo que puede retener meticulosamente la escritura es precisamente el curso de los surcos que va dejando la vida en las cosas según corren los tiempos. Las palabras no pueden dar cuenta de ninguna migaja de vacío. Los signos de la escritura tienen como referencia exactamente los signos que la vida va imprimiendo en la piel del mundo. Por ello, la poética literaria del escritor es, en todo caso, una poética de segundo orden, es una poética ancilar que se debe a la propia poética de lo que la vida les inflige a las cosas.

Ceremonias del habitar


Niki Gleoudi (1991)

Mientras que los patrones de habitación constituyen elementos fundamentales de sentido, es preciso abordar también el estudio de las ceremonias del habitar, esto es, unidades relativamente más complejas de significado.
Entenderemos aquí por ceremonias del habitar unos complejos estructurados de acciones, dotados de una fisonomía diferencial que aparecen, en la vida corriente como signos de su diversa manifestación. Así, se deconstruirán ceremonias tales como el sueño, la elaboración de los alimentos, la limpieza corporal y la interacción social. A la vez, se compararán sucesivamente sus diversas fisonomías, de modo de descubrir los modos en que, por obra de la ritualización y la habituación, consiguen resignificarse. Porque en estas acciones, las personas no sólo actúan de modo observable, sino que, además —y lo más importante– construyen significados que debe ser correctamente interpretados.

Taciturnidad


Frank Ward (1949)

Repárese en la sociabilidad huraña y taciturna de la ilustración.
Los viandantes hacen apenas una pausa para ahondarse primero en sus vasos y apenas destinan su soslayo para la prevenida guardia del Otro. Este otro puede resultar un confesor o una conquista, vaya uno a saber. En todo caso, tras los codos se abren abismos de incertidumbre donde todo está por suceder y también por donde todo puede precipitarse hacia el olvido. Y las dos cosas, quién sabe en qué orden de prelación.
Es una fortuna contar con un espejo tras el mostrador. Aparte de las sustancias espirituosas que se sirven allí.

Lo que queda del día (IV)


Peter Merts (1950)

Las arquitecturas abandonadas, si bien guardan la escritura de la vida que ha sido, no constituyen, sin embargo, un epitafio.
La vida no ha muerto allí, sino que ha desaparecido sin destino conocido. No obstante, el lugar testimonia las heridas de su condición de antaño. Se trata de una ruina arquitectónica más que constructiva. Porque el interruptor puede operar, quizá, la apertura o clausura de los circuitos correspondientes, pero ha desaparecido la razón para que alguien juzgue del caso realizarlo.
En las arquitecturas abandonadas es donde podemos apreciar, de modo particular, sobre lo que hay que agregar de sentido a una construcción para que llegue a ser, en forma cabal, una arquitectura. La arquitectura es algo distinto que una máquina para habitar, no está de más repetirlo.

Lo que queda del día (III)


Peter Merts (1950)

¿Qué les sucede a las grandiosas escaleras cuando nadie transita por ellas?
Porque una escalera es una persona que transita por ella. En su ausencia, la escalera es una cosa magnífica que conecta lo Bajo con lo Alto. Pero ¿qué ocurre cuando carece de interés y sentido ascender o descender? Los peldaños guardan memoria de los pasos, pero su sucesión ya ni eleva ni abate. Es una pura escultura en el espacio que se empeña en permanecer impávida en el tiempo que se va depositando con callada lentitud.
La escalera, con la pura vida gastada por sus transeúntes apenas es un relicto de lo que fue, ruina enhiesta que tardará en caer. Pero nada más que esto.

Lo que queda del día (II)


Peter Merts (1950)

Hace ya mucho tiempo que se apagaron los ecos de la conversación.
Y, no obstante, ahí están las sillas, echando un vacío coloquio entre ellas. Las manchas de luz siguen oficiando de fondo a una escena que ya no tiene lugar allí y en ese entonces. Las energías y las cosas persisten en su ser mientras que ha huido su sentido más profundo, no sin dejar improntas y roces. Todo podría acaso recomenzar, pero no lo hace. La vida se reduce aquí a lo ya vivido, con lo que el polvo y ese olor invencible que tanto tememos termina por prevalecer.
Subsiste, sin embargo, el hálito misterioso de lo que ha sido, al que no es indiferente la situación del atrezo y las virtudes del escenario. El lugar ha quedado cifrado por el relato.

Lo que queda del día (I)


Peter Merts (1950)

Las fotografías de lugares abandonados tienen una misteriosa virtud.
Transmiten una tristeza constitucional: la que aqueja a la vida que ya ha sido y que deja una vacancia para algo que ya no puede tener lugar. Los lugares huérfanos están tan vaciados como alejados del afecto. Cuando los contemplamos constatamos que debiéramos darles la espalda para mejor cumplir con su vocación. No es que debamos olvidarlos o soslayarlos con desprecio u horror, sino que estos lugares desmantelados por la vida se sitúan atrás en el tiempo. Los lugares abandonados por la vida ya no son, sino que han sido. Y, sin embargo, persisten en su condición de lugares, porque no han vuelto al estatuto de puros sitios. Los habitan los fantasmas de lo que ha dejado de tener lugar allí.
Es por ello que no es preciso tanto el arreglo o la limpieza lo que necesitan, sino un renovado soplo de existencia que sea algo más que la mirada inclemente de un acuciante ladrón de imágenes.

Seres liminares allí donde tienen lugar


Oded Wagenstein (1986)

¿Cómo es posible que traspongamos los umbrales, así, sin más, olvidados de nuestra liminar mismidad?

Espejos y otros abismos


Aleksey Myakishev (1971)

Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita
...
Jorge Luis Borges
Vivimos asomados con espanto ante la emergencia de lo otro.
Eso otro es lo que se deja vislumbrar en el fondo de los espejos y en la superficie del agua quieta. Eso otro que nos muestra un reverso exacto de nosotros mismos, que nos desplazamos con falsa confianza tanto por aquí, así como en ese ominoso allá. Eso otro que parece indicarnos insidiosamente que apenas somos una sombra de otras sombras, imagen ilusoria de otra imagen, sin poder concluir dónde se haya la causa y dónde la consecuencia. Si es que hay tales.

Las zonas de reserva del habitar (VIII)



Alex Majoli (1971)

Los seres humanos, seres liminares, nos complacemos sistemáticamente en proliferar límites y fronteras según reglas de juego.
La principal fuente de tales reglas de juego la constituye el sistema socioeconómico que adoptamos. Según el que nos rige, los consumidores intensivos son bienvenidos al juego sofisticado de lo que se suele denominar turismo. El mismo sistema sobreabunda en restricciones ante los desesperados que buscan transitar las fronteras implacables que separan la pobreza de la sobreabundancia.
Debido a ello, el sistema opera gratificando a todo aquel que cuenta con el capital de poseer en buena medida de un lugar propio al que volver, mientras que inflige todas las sevicias posibles a quienes carecen, sobre todo, de retorno.
Es un mundo tan maravilloso como aterrador.

Las zonas de reserva del habitar (VII)


Alex Majoli (1971)

En todo corro de seres humanos, el ardor que realmente conforta es el del afecto.
Hay en la reunión comunitaria un sostén fundamental en una prudente reserva de cordialidad según la cual resolver casi cualquier conflicto que se desencadene. Dentro de ciertos límites, a una cordura racional le acompaña y ampara una buena voluntad del ánimo, proclive al acuerdo, a la complicidad y al concierto. Casi todo puede acordarse en torno a un crepitante foco de aprecio. A esto contribuye el fuego, la comida y la bebida compartida, las miradas atentas y el ánimo conciliador.
Pero cuando esta idílica situación no se consigue, cabe preguntarse acerca de lo que ha sido de nuestras reservas de afecto por el otro cuando nos convencemos de tratarnos como nosotros. En el momento en que la reunión en corro en torno al fuego se vuelve imposible por la intimidación mutua.

Recién publicado. A la brevedad, disponible tanto en formato papel como digital

Las zonas de reserva del habitar (VI)


Alex Majoli (1971)

Habitar da trabajo y el trabajo cansa.
Hay una zona de reserva allí donde se atesoran las energías necesarias para acometer un día sí y otro también, la esforzada labor de edificar el mundo. Es que la estructura arquitectónica de los lugares habitados no se sostiene si no es a costa de una considerable dedicación que le confiere sentido a cada cosa transportada trabajosamente del territorio del deseo hacia allí donde se nos vuelve real tanto como ilusoria. Hacer cada cosa de vivir un bien, un objeto valioso y significativo, resulta de una aplicación constante tanto del cuerpo como la conciencia.
Hasta que nos vence la desidia o el hartazgo y nos quedamos frente a la ventana, pensando en todo lo que podría haber sido y no fue. Es el momento de concluir con las fatigas. Con todas.

Las zonas de reserva del habitar (V)


Alex Majoli (1971)

No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
Jorge Luis Borges

¿De dónde nos viene el impulso irresistible a adentrarnos en el laberinto?
Es que, como bien dice el poeta, en el laberinto no habrá nunca una puerta. Nosotros somos la puerta. Es que al laberinto exterior de la vigilia le corresponde el interior del sueño. Y nosotros habitamos el umbral, oteando alternativamente a uno y otro lado, sin pertenecer a otro territorio que al mismo límite fijado azarosamente por el emplazamiento circunstancial al que nos hayan llevado los pies.
¿Es nuestra habitación interior nuestra zona de reserva? ¿Lo es, en cambio, la ínfima porción de laberinto mundano en que nos permitimos entrometer? Difícil saberlo. Puede sospecharse que ambas regiones son mutuas y recíprocas zonas de reserva y que sólo la plena propiedad de una hondura interior puede volver factible la ardua tarea de perforar el mundo desde nuestra empecinada existencia. Si no es que es al revés y que toda vida larga de prospecciones apenas si resulta en las resonancias recónditas de la estancia íntima.


Las zonas de reserva del habitar (IV)


Alex Majoli (1971)

En un desolado mundo desmesuradamente alejado, alto y ensanchado, las cosas no suelen estar, de modo adecuado, a la mano.
Esto se agrava porque el hecho de contar con ciertas cosas a la mano opera casi de un modo prodigioso: ciertas cosas acercan otras que, en principio, pueden aparecer muy alejadas. De tal modo, contar con alguna de esas cosas a la mano permite instrumentarlas como acercadoras de otras y como dispositivos que operan como reductores virtuosos de alejamientos, alturas y ensanches. Visto así el asunto, vivir bien consiste no sólo en contar con cosas a la mano, sino también trazar una suerte de trama arborescente de algunas otras cosas que traen a nuevas más remotas a la mano. Así sucede con todo aquello que Bourdieu denomina, sucintamente, capital (sea material o cultural), aunque aquí nos concretaremos a llamar —de modo más general y estratégico— una zona general de cosas a la mano tratada como una región de reserva que ampara de la penuria.
Una zona de reserva constituida con cosas a la mano cuyo valor estratégico consiste en modular las magnitudes conformes del mundo.

Las zonas de reserva del habitar (III)


Alex Majoli (1971)

El escritor peruano Ciro Alegría tituló una novela suya con una sentencia: El mundo es ancho y ajeno.
De esta forma identificó, a la vez, la amplitud feliz del mundo, como tal, y la enajenación como la condición intrínseca del pobre. La aflicción de la pobreza radica en la imposibilidad de abrir los brazos para comprender en tal gesto la dimensión propia del mundo, para sumirse en la estrechez de aquel al que esta dimensión se le ha hurtado. Así el humilde se postra sobre la parva morada de apenas su sombra, caída la mirada y encogidos los brazos. El cuerpo es la señal de esa congoja fundamental.
Todo hace sospechar que sólo se puede acceder a la plena existencia con el concurso de una holgura local de reserva, con la provisión de un ámbito de generoso desahogo local que permita, allí en el umbral, extender el gesto hasta conseguir hacer efectivamente propio el mundo circundante.

Las zonas de reserva del habitar (II)


Alex Majoli (1971)

Cuando aprendemos a erguirnos sobre nuestros pies no sólo adquirimos un simple hábito, sino que aprendemos a aprender.
Y una de las cosas más importantes que aprendemos con tal crucial adquisición es que el sentido en que dispongamos el cuerpo, la actitud y la perspectiva según la vertical es peculiarmente importante. Así que ascendemos en nuestra calificación escolar o laboral, social o económica, no sin esfuerzo ni con pocos sinsabores. En cada paso que damos nos mueve el impulso de los primeros que afrontaron los peldaños iniciales. Es porque podemos caer que ascendemos, así como es posible dejarse caer una vez que se ha alcanzado una posición relativamente prominente. Se dice sencillamente pero no de modo inane: es forzoso afrontar la escalera que a cada uno le toca.
A los pobres de verdad, el respiro del rellano se les hurta, por lo que suelen quedar exhaustos, allí en un peldaño cualquiera, a merced de la ominosa caída. Quizá sea porque también se les ha hurtado la energía necesaria para iniciar el ascenso que los ha abandonado allí.
Por esto las escaleras se elongan tanto hacia arriba como hacia abajo. Para que tengamos siempre presente la moraleja ambivalente de sus tránsitos.

Las zonas de reserva del habitar (I)


Alex Majoli (1971)

Vivir, en un sentido muy primitivo, es marchar hacia un punto en el horizonte.
Este lugar en que se fija uno la meta supone, aparte de decisión, impulso y trabajo, hacer acopio de energías que nos amparan como sombras en nuestro andar. Desde dónde provenimos es una magnitud de reserva para la marcha.
La precariedad estriba no siempre en que no se avizore con claridad hacia dónde dirigir los pasos de la vida, sino que se produce una crisis en el proceso de morosa acumulación de pasos precedentes. De allí la tristeza constitucional del emigrante. Es el dolor de no poder desandar el camino, la desazón porque el camino ya recorrido no nos pertenece, la angustia de los pasos perdidos.
Para el empobrecido, la ruta se alarga en demasía tanto hacia adelante cuanto para atrás.

Sobre la condición liminar


Annemarieke van Drimmelen (1978)

Si meditamos sobre las penurias de la persona deprivada cuando habita podemos atisbar que, en nuestra humana condición liminar, cada una de las dimensiones humanas portan una sombra, una suerte de magnitud complementaria y antecedente.
En artículos anteriores he indagado en la situación liminar del sujeto entre una proyección generalizada y estructurada hacia afuera y hacia el futuro, que tiene su contrapartida en una interioridad memoriosa tenida por propia. En realidad, no hay proyección apropiada hacia el lugar, si no es a costa de la plena titularidad subjetiva del interior. Y viceversa. Porque, estemos donde estemos, estamos en el umbral.
Pero sucede que no podemos incurrir en el idealismo de suponer que todos y cada uno de nosotros consigue vivir según el necesario orden armónico de los ámbitos en que media nuestro particular umbral. Sucede, en cambio, que existen situaciones en donde la existencia se ve deprivada y uno se descubre, con aflicción, en su condición de habitante pobre. Realmente pobre.

¿Una teoría del habitar del pobre?


Jake Borden

He ahí cómo la figura actual del inmigrante es ideal para pensar la desorganización social desde dentro, o, lo que es igual, para racionalizar todo un conjunto de signos negativos del presente que, gracias a esa vecindad de lo completamente externo, podían ser explicadas como consecuencia de su propia presencia contradictoria, lógicamente inaceptable, imposible
Manuel Delgado, 2019

Es singularmente inquietante la proposición de nuestro antropólogo. El análisis de los casos de los extranjeros y emigrantes no sólo arrojaría luz sobre sus afligidas situaciones, sino que ilustraría ciertos mecanismos internos de comportamiento especialmente ominosos de esto que llegamos a llamar orden social más o menos establecido. También serviría para someter a la propia Teoría del Habitar a una suerte de prueba de estrés.
Este último aspecto es un punto que me propongo considerar en el futuro.

El inmigrante, alguien que ya ha partido, pero todavía no le ha sido dado llegar


Jake Borden

El lenguaje ordinario le reconoce al inmigrante esa condición liminar o fronteriza, aplicada a un ser humano que no es que esté en una frontera, sino que él mismo es esa frontera que mantiene en todo momento separados y distinguibles el interior y el exterior del sistema social. Al inmigrante –como al amante– se le asigna no por casualidad una participo activo o de presente convertido en sustantivo. Él no es alguien que haya cambiado de sitio, que antes estaba allí y ahora está aquí, por mucho que lo parezca, sino que es alguien que ya ha partido, pero todavía no le ha sido dado llegar. Está como en una especie de limbo intermedio, moviéndose en su seno hacia nosotros, pero sin arribar del todo. Es percibido conceptualmente como en movimiento, en inestabilidad perpetua, aunque no esté desplazándose, aunque se haya vuelto sedentario.
Manuel Delgado, 2019

Todos los seres humanos tenemos la condición liminar como constitutiva, pero los inmigrantes se encuentran en una situación especialmente deprivada.
Sucede que, ciertamente, no les es dado llegar aún y, a la vez, se les ha hurtado, en su senda que dejan atrás, la posibilidad efectiva de volver. Sin llegar, entonces, carecen precisamente adónde tornar sus pasos. Eso es ser pobre, en el sentido en que Adela Cortina usa la expresión.
A las tristezas que aquejan al extranjero se le suman las aflicciones específicas del navegante errante y desesperado que es el emigrante. Tal es la condición de estos transeúntes instados por los dos extremos inaccesibles de la senda que es la vida.
Cuando uno piensa en una vida larga, fija su atención en el tiempo y, entonces, las cosas pueden parecer satisfactorias. Pero cuando lo piensa en términos espaciales, la cuestión es otra, porque es mucha la fatiga cuando ni se llega ni se vuelve.
Será porque llegar es, en cierto modo, una cierta manera de volver.

El extranjero atrapado en un puro trayecto


Jake Borden

El extranjero es aquel, sostenía Simmel, que encarna el contrasentido de un ser que está al mismo tiempo cerca y lejos: cerca físicamente, pero lejos moralmente. Un habitante de otro país no es, en tanto permanezca en él, extranjero; lo es, cuando está aquí, en ese lugar que no es el suyo, sino el nuestro. Ni que decir tiene que esa virtud del extranjero –alguien que está dentro pero que no pertenece al adentro, que sintetiza lo que es al mismo tiempo remoto y próximo– en orden a representar todo tipo de peligros externos que se habían conseguido introducir en el seno mismo de la sociedad. "El extranjero está en el círculo, pero no pertenece a él", dice Simmel. Estando aquí no pertenece al aquí, sino a algún allí. Está entre nosotros físicamente, es cierto, pero en realidad se le percibe como permaneciendo de algún modo en otro sitio y encarnando las propiedades de ese otro sitio que han viajado con él. O, mejor, se diría que no están de hecho en ningún lugar concreto, sino como atrapados en un puro trayecto.
Manuel Delgado, 2019

En esta oportunidad, el aporte del antropólogo catalán Manuel Delgado incorpora una inquietante perspectiva.
Quizá es una exageración pensar en asociar la condición de extranjero a una suerte de patología en el habitar, pero, sin duda, se trata de una situación problemática, que es interesante abordar tanto a los efectos de su dilucidación, así como un aporte a la teoría general del habitar desde sus territorios fronterizos. La observación de Simmel, en este último sentido, es iluminadora: pertenecer a un círculo, para un ser humano, no es una simple función topológica. Porque no basta con posar los pies en unos puntos de un círculo que constituye un lugar; hay que pertenecer a él, para, en verdad, habitarlo. Es preciso constituirse como texto en un contexto propio y apropiado.
Ser extranjero proviene de la posibilidad —omnipresente en toda y cada una de nuestras situaciones— en que nuestro contexto se nos vuelva inapropiado, extraño, ajeno. Hasta tan lejos nos pueden llevar las tristezas de la vida.

Dimensiones de la buena vida (XIX)


Brian Aris (1946)

Resta preguntarse, luego de este examen de dimensiones humanas de la buena vida, qué subsiste de nuestras hipótesis iniciales al respecto.
Parece imperioso e ineludible abordar la tarea de descubrir y liberar la buena vida del manto equívoco que la falsea. La buena vida la llevamos vivida, aunque ignorada en sus aspectos esenciales y sojuzgada por el imperio de una ideología dominante que prodiga en simulaciones.
No es posible ni oportuno confundir la buena vida —asunto social, por el que las personas pueden luchar en forma concertada—con la felicidad, contenido particular anímico que informa a las circunstancias estrictamente privadas de cada sujeto. Pero en lo que toque a la vida social, es imperativo la promoción de los marcos de situación adecuados para la consecución contingente de la buena vida de todos y cada uno de los sujetos.
Por último, pero no menos importante, es claro ver ahora que la buena vida constituye un proceso y no un estado fijo e invariable de condiciones. Porque la propia condición humana es un proceso hacia su propia consumación, si nos lo permitimos y luchamos por ello.
El examen inicial de las dimensiones humanas de la buena vida apenas si se asoma al descubrimiento de aquellos aspectos que buscamos. Es sólo un camino de los tantos que es preciso transitar.

Dimensiones de la buena vida (XVIII)


McNair Evans (1979)

La coronación superior de las dimensiones de la buena vida, tal como hemos llegado a explorar aquí, culmina con la luz.
En efecto, sus magias rematan por todo lo alto la estructura fundamental de la buena vida, porque es una alegría esencial, tal como lo esclareciera en su momento Le Corbusier. Porque todo el contento de una escena puede ser, ni más ni menos, una mancha de luz en las profundidades de un interior habitado. Y es esencial, para dar forma visual a la contextura del mundo que se deja dibujar de modo inmejorable gracias a las alternancias de las luces, las penumbras y las sombras. Todo el escenario de la buena vida puede entonces contemplarse con la más eminente percepción. Es gracias a la luz que la buena vida relumbra en su evidencia, una vez que la hemos comprendido en sus otras dimensiones

Dimensiones de la buena vida (XVII)


Eva Rubinstein (1933)

Existe una dimensión de la buena vida que es, a la vez, primitiva y sofisticada. Se trata del aroma de los elementos del mundo vivido. ¿Cómo infunde el aire que se deja respirar con regocijo? ¿A que huele el agua que nos refresca? ¿Cuál es el olor de la tierra que hollamos? ¿Y el aroma del fuego que ilumina y calienta?
El olfato es un sentido primitivo y tajante en su rechazo al mefitismo, a la vez que resulta un sutil instrumento para la identificación y el recuerdo. Los aromas son las señales más francas y a la vez las más misteriosas acerca de la contextura de lugares, circunstancias y personas.
Así, la buena vida se deja respirar y juzgar inequívocamente.

Dimensiones de la buena vida (XVI)


René Groebli (1927)

Vivir es someter a la piel a un constante manar de calor.
Según la tasa de emisión, el cuerpo se contrae o relaja con una cuota relativa de confort. La física de este asunto puede ser sumaria, pero la vivencia es entrañable. La buena vida se desarrolla en unas alternancias no muy distantes unas de las otras. De todos modos, no es quizá deseable perdurar en un estado constante, sino respetar ciertos ritmos, tanto diarios como estacionales. La buena vida, en su dimensión térmica, no es mero asunto de aire acondicionado, ni de reclusión en celdas de estados invariables.
Es asunto de una frescura vivaz del ambiente, en donde los cuerpos tributen su propia calidez en una magnitud conforme.

Dimensiones de la buena vida (XV)


René Groebli (1927)

Nuestra vida consiste, en una de sus dimensiones sensibles más importantes, en un acechante prestar oídos hacia todo lo que acontece.
Y lo que acaece es tanto las sublimes músicas de la vida y del arte, así como los rumores de la naturaleza y, sobre todo, los estrépitos de la vida social. La función poética de distinguir las voces de los ecos— tal como proponía en su entonces don Antonio Machado— es una clave de la buena vida. Porque la acuidad precisa, el sentido de la melodía, la armonía y del ritmo, el criterio sólido son los signos del ser humano bien consumado.
Una buena vida presta oídos a la música de la existencia y de ella repara en los más hondos estremecimientos de su canto.

Dimensiones de la buena vida (XIV)


Lewis Hine (1874-1940)

La ideología dominante distancia la buena vida del trabajo.
De este modo, la buena vida es vista como una aliviada holganza en todo ignorante de las miserias y aflicciones presuntamente propias del trabajo. Sin embargo, el trabajo es aquello que nos realiza como seres sociales con lo que tenemos una paradoja invisibilizada a los ojos del sentido común. Es imperioso reconsiderar la cuestión a costa de una doble operación, que comprende tanto la revalorización del trabajo como de una tan buena como laboriosa vida. No se necesita ser muy avispado para llegar a sospechar que es el trabajo alienado el que resulta un antagonista activo de la buena vida, con lo que se puede pensar que el problema radica no ya en su carácter de labor, sino en su condición alienada. Se sigue de ello que lo que corresponde es, ni más ni menos, reapropiarse uno su trabajo.
Se dice fácil. Lo arduo es la consecución de las condiciones sociales para que los trabajadores nos reapropiemos de nuestro trabajo y vivamos entonces una buena y esforzada vida.

Dimensiones de la buena vida (XIII)


Laszlo Moholy Nagy (1895-1946)

La convivencia social hace de la vida corriente un juego con sus campos, sus reglas y sus sanciones.
El homo ludens, por su parte, se las arregla siempre para jugar en la frontera borrosa comprendida entre el territorio de las reglas y una plena condición libérrima. Ser liminar, el sujeto vibra en su condición compleja de ingobernable sujetado. Siempre palpitante y siempre desafiante, el sujeto se aplica denodadamente a cumplir con desobediencia, a someterse indómito, a reverenciar el orden que vive subvirtiendo.
La buena vida se zarandea juguetonamente en las fronteras de las reglas.

Dimensiones de la buena vida (XII)


Karin Rosenthal (1945)


          Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Pablo Neruda

La buena vida tiene mucho que atender a las formas turgentes de la existencia, y a las regiones especialmente sensibles del mundo.
Este mundo en donde retozan los cuerpos se complace en entregarse a los juegos ardientes de la seducción y el deseo. Vivir apasionadamente es necesario. La buena vida tiene la silueta del sujeto querido, a la vez muy lejos y muy cerca. La buena vida tiene la trémula redondez del afecto. La buena vida tiene el fresco perfume del mundo recién nacido.
Al mundo lo deseamos vacante, entregado y abierto para poblarlo, inmiscuidos allí del mejor modo.