La estructura profunda de la casa (XIII)


Bert Teunissen (1959)

Estar en casa implica habitar con plenitud una atmósfera dotada de un tono aromático que la identifica y distingue. La peculiar manera de entender y desempeñar tanto la limpieza como la producción de los alimentos le confieren a la casa su condición de región más transparente del aire. Y esto de la región más trasparente del aire, expresión acuñada por el escritor mexicano Carlos Fuentes, no debe entenderse aquí en su diafanidad visual, sino olfativa. Estar en casa es asentarse en el lugar en donde las cosas dejan de oler, para transformarse en un fondo perceptivo.
El umbral de la casa es la instancia en donde el caos osmotópico del mundo cede al orden querido y debido por sus moradores. Los lugares de la casa guardan las fragancias que identifican más exacta y sinceramente a sus habitantes. En el umbral de la casa se inspira la carta de presentación de la casa.
Mientras andamos por el mundo, nos orientamos en un proceloso mapa de fragancias y mefitismos y sólo cuando trasponemos el umbral de nuestra casa recobramos la página que tenemos como documento en blanco, a disposición para inscribir nuestra impronta propia y que los demás apreciarán de modo por demás circunspecto.

La estructura profunda de la casa (XII)




Bert Teunissen (1959)

Solemos marchar por el mundo tal como se ofrece con las distintas inclemencias del tiempo, hasta que, cansados, ansiamos abrigo y reparo. La casa es, en su condición más entrañable, ese abrigo y reparo. Y esta condición es afectiva antes que física, porque la casa abriga y repara cuando se la divisa en la lejanía del camino, antes incluso de acceder en presencia a ella.
Estar en casa es una confortación moral, entonces y sólo luego térmica. Estar en casa es estar junto a los cuerpos queridos, sumidos en un calor conforme. Sin embargo, se tiene a la calidez doméstica como una figura retórica soportada sólo por la adecuada administración física energética. Pero en la estructura profunda de la casa debemos saberlo: es al revés.
Porque el umbral de la casa es el signo portador de ese significado. Porque es la puerta que abriga y repara la confortación necesaria, el abrigo y reparo afectivo, más allá que se pueda verificar, en los hechos, que la casa es caso de un bien temperado entorno. Porque el que ya comienza a animar la moral es el fuego sagrado y simbólico del hogar, antes que la provisión electromecánica del aire acondicionado.

La estructura profunda de la casa (XI)


Bert Teunissen (1959)

El umbral de la casa ampara tanto la provisión libre de la luz del día, así como su cuidadosa domesticación en el interior. La casa es un reloj de luz. La casa deja pasar el tiempo en la alternancia de sus fulgores y uno está allí, no tanto para contemplarlo, sino para vivir sumergido en su acontecer.
Porque estar en casa es verificar que todo está en su sitio cuando cambia la luz del día y de las estaciones. Estar en casa es dejar de ver las cosas para guardar prolija memoria de un semblante que es comprendido sólo con la habituación. Estar en casa es dejar de ver el mero aspecto de sus cosas para reparar en su carácter de espejo de la propia vida.
Por esto, las marchas por ahí son exploratorias, acuciantes, inquisitivas, mientras que en la casa se vuelven absortas. verificadoras y calmas. Por esto, las certezas sobre el mundo sólo se alcanzan con los pies, mientras que el sosiego del lugar propio sólo se consigue sentado y asentado.


La estructura profunda de la casa (X)


Bert Teunissen (1959)

El umbral de la casa es una región en donde el estrépito público cede ante los sordos murmullos de la vida interior. Para esto necesitamos una puerta bien sólida y contundente: para que deje atrás el bullicio, para que los cortinados se queden con las reverberaciones del tumulto propio y ajeno y la casa resulte algo sorda, muelle, apenas rumorosa.
Estar en casa implica hacerse amo y señor de la música y la declamación dramática de la vida. Estar en casa es estar en una reverberación justa y propia de ecos que subrayan a su modo lo dicho y lo cantado. Estar en casa es oírse la voz propia en el lugar especialmente temperado para ello.
Los andares ceden ritmos: afuera podemos correr frenéticos, pero en la casa nos podemos permitir errar con tiempos quedos. Deambular por casa es andar caminando por alfombras de discreción.

La estructura profunda de la casa (IX)


Bert Teunissen (1959)

La casa opera encantando y seduciendo. Tan enamorados estamos de ella que volvemos una y otra vez. Puede que ya no sea un enamoramiento adolescente y apasionado, sino maduro y taciturno. Así nuestros pasos siempre encuentran el camino de vuelta. Así tanto pavor nos da salir puertas afuera. Así la añoramos en la lejanía relativa. Porque siempre la llevamos puesta en la memoria menuda.
Estando en la casa nos gana una confianza, una segura calma que no suele acompañarnos fuera. A la altura del gesto nos aguarda, siempre igual a sí misma, la entrañable compañera. Estando en casa estamos en compañía tanto de nuestros seres queridos de carne y hueso, así como con las afectuosas fantasmagorías del recuerdo hecho presente en el tono de luz que se inmiscuye en el interior.
Porque por el umbral de las ventanas de la casa se cuelan las improntas en donde resplandece la vida vivida en la casa. Porque la vida en la casa es una recurrencia mansa de luces, penumbras y sombras que aprendemos a querer como cosa nuestra. Porque sólo cosas así pueden ser, en definitiva, cosas nuestras.

La estructura profunda de la casa (VIII)


Bert Teunissen (1959)

La residencia en la casa es todo menos estática. Habitar insume trabajo, fatigas, desasosiegos. Quizá por esto la paz doméstica nos es tan valiosa. En el momento en que podemos sentarnos en paz a disfrutar de la luz de la ventana es, en verdad, un premio a todos estos desvelos.
Si bien en la agitada vida pública es patente nuestra lucha por el sustento, no debe quedar invisibilizada la labor constante de construir y reconstruir un orden de cosas doméstico que exige esfuerzo cotidiano. Marchamos por la vida trabajando puertas afuera y trabajando en otro modo puertas adentro.
El umbral de la casa es la región que atravesamos —a diario y sin reparar apenas en ello— entre el labour y el work, que tanto interesaran en su distinción a Ágnes Heller.

La estructura profunda de la casa (VII)


Bert Teunissen (1959)

Los andares se realizan sobre territorios normalizados por distintos tipos de reglas. El mismo andar se sujeta a la alternancia nomotópica. Es en la casa en donde se desarrolla con mayor intensidad una continua y persistente fijación de normas. El orden político social no es sino un caso de la imposición de una arquitectura de reglas sobre los comportamientos, quizá a imagen y semejanza de la doméstica.
Dicen los ingleses My house, my rules. Y quizá tengan una profunda razón, ya que, mediante la estancia y la habituación, la costumbre consigue un imperio singularmente prolijo que no consigue el mismísimo orden social, siempre impreciso, siempre inconsecuente, siempre cuestionable. Pero en la casa cada cosa y cada gesto consigue su lugar, mediante la imposición de reglas de hondo consenso al que se someten de buen grado las voluntades y los cuerpos.
El umbral de la casa es una línea de contundente límite de un campo de juego.

La estructura profunda de la casa (VI)


Bert Teunissen (1959)

Es en el umbral de la casa que se abisma una dimensión propia de los interiores: la profundidad histerotópica, esto es, la profundidad que los habitantes debemos prospectar en las cavidades habitadas. Puede confundirse con la profundidad perspectiva, pero es crítica una diferencia. Mientras que la profundidad perspectiva se desarrolla en un medio diáfano en torno a la marcha libre, la profundidad interior sólo se consigue vivir con un meticuloso proceso de adentramiento a través de un medio que se resiste opacamente a su prospección. Traspuesto el umbral, es preciso desbrozar el lugar, vencer su resistencia, conquistar el lugar propio, hacerse uno el lugar.
La habituación de la estancia, la recurrencia de las irrupciones hace que la casa sea el lugar interior por excelencia, lugar de adentramiento real, imaginario y simbólico tan pleno como nos es dado conocer en la vida. La casa es en donde morosamente nos construimos un lugar propio y en donde aprendemos en las arrugas de la vida cuánto nos cuesta todo ello.
Así, las marchas de la existencia tienen un esencial diferenciación y alternancia. Por una parte, la marcha propia del viandante, por otra, la circunspecta intromisión del habitante de las cavidades. La arquitectura de la casa es el punto de cruce maestro entre estos dos andares.

La estructura profunda de la casa (V)


Bert Teunissen (1959)

Según vamos marchando por el mundo, vamos apropiándonos de ciertas cosas a la mano, con el fin de operar en la vida. La casa es el punto del camino en que concentramos, acumulamos y disponemos más cosas sujetas a los rituales de la manipulación. Se trata de una estación estratégica en donde recuperamos energías e informaciones sobre lo que nos acontece en el camino, así como consideramos reflexivamente las cosas del vivir.
Estando en casa es que nos rodeamos de una colosal parafernalia de chismes significativos que se nos confabulan con la empresa de existir. Así, nos circunda el atrezo, la arquitectura de cosas, cada una de ellas un auxilio en la tarea compleja de construirnos la vida. Cada una de ellas al alcance del gesto habitual.
La puerta de la casa es una frontera por donde circulan, a veces con frenesí, las novedades, las chucherías, las queridas cosas nuestras. Algunas se quedan por años y décadas, mientras otras vuelven a cruzar, raudas y hacia afuera, avergonzadas con su rótulo de desperdicios. Los umbrales de la casa deberían quizá contar con torvos aduaneros que nos recordasen, una vez sí y otra también: ¿Necesitas eso, verdaderamente?

La estructura profunda de la casa (IV)


Bert Teunissen (1959)

En las andanzas por el mundo, por lo general ancho y ajeno, sucede en la ocasión de la casa el verdadero lugar para experimentar, allí, la amplitud de lo propio. Llegar a un punto donde situarse uno a sus anchas es una de las fortunas de dar con la casa. Esta es aquella instancia en el camino en que la apertura del gesto mide, por excelencia, lo propio.
Estando en la casa, el aposentarse supone una expansión controlada del sí mismo. La estancia, entonces, es de un modo preciso, digno y decoroso, cosa amplia, o, más bien, una instancia de la más legítima demanda de amplitud. El confort elemental de una habitación se funda en el modo en cómo responde al gesto de la apertura de los brazos.
Estos ensanchamientos, corporales tanto como existenciales, tienen una crítica constricción en los umbrales. De una gran mansión a una humilde choza: todo empieza midiéndose con el ancho de sus puertas. Porque a una casa magnífica se le accede con un gesto de apertura no menos grandilocuente, mientras que, por la escueta puerta de una choza, uno apenas se inmiscuye furtivo y a veces hasta de costado.

La estructura profunda de la casa (III)


Bert Teunissen (1959)

En el deambular constante que implica la vida, hay una especial peculiaridad de una altura conforme de los ámbitos de la casa. El microcosmos doméstico tiene su firmamento situado a la altura moral de los habitantes. Estos extienden el lugar por sobre sus brazos en alto para alojar allí el tono general de compostura íntima.
En las situaciones de estancia, es hacia esta altura donde se elevan los sueños, las ideas, los deseos, tanto privados como compartidos. Mientras tanto, abajo, la vida se debate en afectos, esfuerzos y habituaciones. Estando en la casa, cada habitante hinca su constitutivo aquí sobre la tierra. Demorándose en la casa, cada habitante aprende a constituir un abismo de concéntricas esferas. Así como descubre la virtud de situarse, en ciertos puntos del laberinto que transita, haciendo suyos ciertos emplazamientos.
Pero en donde se estremece el sutil sentido de la altura en el habitante es en la trasposición de umbrales. Un inquietante signo estremece su cuerpo cada vez que atraviesa uno. Es con la puerta de la casa que nos instruimos para cruzar todo otro umbral con la circunspección debida. Bajando ligeramente la cabeza.

La estructura profunda de la casa (II)


Bert Teunissen (1959)

Una casa es un punto singular en la marcha de cada viandante.
A una casa puede considerársela una instancia sistemática de vuelta, de retorno de los pasos, de foco habitable de una profundidad perspectiva de la propia vida. Es desde la casa que se recupera las energías para retomar la marcha y es desde sus ventanas que adviene lo que vendrá. Pero, por mucho que nos alejemos, casi nunca perdemos la entrevisión fundamental de la senda del regreso a ella. La casa, así es un hito que hilvana sucesivos y crónicos circuitos de ida y vuelta.
La casa, por otra parte, es el escenario por excelencia de la estancia estratégica, el lugar en donde se aguarda, se guarda y se acecha y se cosecha. De todos los lugares en donde sentar plaza, la casa tiene un lugar jerárquico fundamental. Según se esté en casa, así se estará, eventual y circunstanciadamente, en el trabajo, en el estudio o en el entretenimiento.
Pero, con mucho, la casa tiene su instancia decisiva como umbral. En la puerta de la casa se unen y separan los conflictivos territorios públicos y los privados. En la puerta de la casa se asocian y oponen los lados interiores y exteriores de la existencia. En la puerta de la casa se dejan salir tanto como se confinan los ámbitos social y doméstico. La casa es ese contradictorio y ambivalente umbral que atraviesa la profundidad perspectiva del habitar.


La estructura profunda de la casa (I)


Bert Teunissen (1959)

Tiempo ha1, en este blog se preguntaba por una apenas entrevista estructura profunda de la casa.
En aquella oportunidad, se aclaraba que no se trataba de la estructura física de la cosa construida, sino de la constitución relacional de la intimidad protegida, esto es, el entramado de vínculos comprendidos por las personas entre sí y con la casa que pueblan, constituyendo una entidad microsocial que aún solemos denominar familia, por lo general.
Ahora parece oportuno dar cuenta de cada una de las dimensiones humanas de la casa, medidas por las actividades que en ella desempeñan sus habitantes

1 Publicado el 13 de agosto de 2019

Lo que quedará de nosotros


Peter Tonningsen (1960)

En esta ocasión, la técnica del fotógrafo ha conseguido borra toda traza de vida humana para que apenas si subsista la acumulación de cosas construidas.
Esto es una naturaleza muerta.

El instante decisivo


Christian Coigny (1946)

No hay nada en este mundo que no tenga un momento decisivo
Cardenal de Retz, citado por Henri Cartier-Bresson

La luz dibuja, incansable. Hasta que el fotógrafo descubre el instante decisivo.
Es entonces que las cosas revelan sus secretas afinidades, sus cualidades más circunspectas, sus silenciosos conciertos. La magia de la fotografía consiste en un hurto furtivo de instantes. Tal contravención no penable por la ley se vuelve virtuosa cuando nos permite reparar en aquello que el flujo del tiempo trata como evento efímero y que la conciencia apenas registra en su crónica desatención.
Es por obra del escamoteo de momentos decisivos que podemos aprender a volver al manar de la vida con unas contundentes advertencias sobre la contextura sosegada de las cosas.

Conatos (II)


Christian Coigny (1946)

Sólo cuando el atrezo está compuesto es que la vida puede tener lugar.
El atrezo se compone según la adecuación funcional tanto de los elementos en sí como en sus relaciones mutuas, también según las reglas de la etiqueta que dan la nota de dignidad a cada situación y según, en fin, a las previsiones del decoro. De esta manera, las cosas útiles de la vida ofrecen al habitante unas estructuras mediadoras entre los lugares físicos y las coreografías cotidianas. Pero aún es sólo un conato de vida.
La vida sucederá sólo cuando el habitante tenga lugar en su mesa, afirmado en su silla, sirviéndose de su mesa cubierta por el decoroso mantel y asistido por su servilleta. La vida sucederá cuando los objetos consigan significar, en los hechos, lo que portan como signos. La vida sucederá en ocasión en donde los cuerpos de las personas afirmen y nieguen, a la vez y con su presencia inquietante, el orden necesario de las cosas.

Conatos (I)


Christian Coigny (1946)

Vivimos inmersos en una cambiante arquitectura de cosas.
Cada actividad vital supone la previa disposición del atrezo con que desempeñaremos la recurrente costumbre de habitar. Pero antes que tal atrezo consiga su forma debido a la etiqueta y el protocolo de cada circunstancia, es preciso acondicionar el lugar. Es en este preciso instante en que la vida es un conato: cuando los elementos del atrezo se desplazan de su composición regular para hacer lugar a la limpieza.
Cada elemento aguarda, en un vocabulario, el momento de decir su palabra a la vida: así sea silla, mesa, mantel. Los cuerpos vivos usan estos elementos para escribir su propia historia cuando dan lugar a una oración tal como He aquí el comedor servido. Así, día tras día. Reescribiendo el lugar, cabe el espacio y el tiempo.

Las cosas


Christian Coigny (1946)

Toda vez que una cierta reunión de cosas obtiene el logro de ser registrada por una obra artística, se vuelve merecedora de la dudosa caracterización de naturaleza muerta.
Esto, desde el punto de vista poético, puede considerarse deshonroso: las cosas, en su mutua implicación con las personas que pueblan los lugares son, en verdad, naturalezas vivientes. Es por esta condición que pueden conmovernos cuando yacen desamparadas en la imagen. Un cartón parcialmente desenrollado en el piso conserva la impronta del gesto de quien allí lo situara en su momento. Un escobillón recostado contra una pared apenas si descansa de las fatigas de la labor que ha limpiado el suelo de la escena. Los taburetes aguardan con ansia indisimulada que en ellos se posen las modelos.
Mucha naturaleza, por cierto, pero todo menos muerta, sino repleta de vida taciturna.

Once años


Albrecht Dürer Cabeza de un apóstol (1508)

Como desde aquel entonces, solitario, cabizbajo y meditabundo.

El texto fotográfico


Christian Coigny (1946)

La música callada,
la soledad sonora
San Juan de la Cruz

Entre los años 1959 y1967, el compositor catalán Frederic Mompou compuso su Música callada.
En esta fotografía hay una virtud que opera haciendo irresistible la asociación de ideas. Algo ya ha sucedido y lo que resta es silencio. El umbral de la puerta es la instancia clave, mientras que los objetos, impávidos, son hitos en la retirada irreversible del acontecimiento. La luz se detiene, escrupulosa, sobre los pormenores de las formas, para que quede todo verazmente consignado y cada cosa pueble el lugar que le corresponde.
Hay en la escena una sonora soledad, ahora que todo ha acontecido. La imagen fotográfica es el texto de un concluyente punto final.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XIV)


Christy Lee Rogers

Una poética arquitectónica humanista no debe olvidar nunca que los lugares habitados son, ante todo, regiones respirables.
Estas regiones respirables son a las que volvemos una y otra vez atraídos por las fragancias entrañables de la vida. Es preciso promover, amparar y cultivar con método y sensibilidad tales aromas. Para que nos complazca recaer en nuestros lugares y circunstancias.
La dimensión osmotópica de la vida es una magnitud discreta, elegante y a la vez, primitiva que informa de las virtudes vivideras de un lugar.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XIII)


Dave Anderson (1970)

No alcanzan, ciertamente, las dimensiones de mero buen sentido. También es preciso considerar las magnitudes de la magia.
La luz merece ser objeto, por cierto, de una cuidadosa administración, pero también es indiscutible su valor como exhorto fascinante. Por obra de la radiación luminosa, por los juegos de las penumbras y por labor de las sombras, la arquitectura seduce en la dimensión que le es más propia. Una arquitectura humanista no debe resignar la dimensión superior de la magia. Las personas la merecen


Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XII)


Alec Soth (1969)

Hay arquitecturas geométricamente rigurosas, así como inclementes en una verificable frialdad, física cuanto simbólica.
Una poética arquitectónica humanista se desvela por una consecución de productos que se juzgan ante todo y en principio con la piel. Por ello relega todo aspecto que haga soslayar esta consideración. Abrigar y guardar los cuerpos al reparo de los extremos térmicos es el punto de partida y la medida final fundamental de las virtudes arquitectónicas.
Porque el juicio de la piel apenas estremecida es determinante para una arquitectura puesta al servicio de las personas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (XI)


Mike Brodie (1985)

Vivimos en una honda caja de resonancia de la música de la existencia.
El lugar oye tanto como nuestro ser y se prodiga en ritmos, armonías y melodías tanto como lo hace nuestro cuerpo palpitante de vida. Por ello es imperioso temperar tanto los instrumentos cuanto con los ámbitos en donde suceden los sonidos. Por ello es preciso completar mediante la arquitectura el escenario de todas las inspiraciones y todas las efusiones. Por ello es obligada la consideración del lugar como ámbito sonoro que registra los pulsos de la respiración social.
La arquitectura humanista es, literalmente, aquella que promueve, procura y dobla los cantos a la vida.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (X)


Jake Borden

Así como en el horizonte miramos hacia adelante, hacia lo que vendrá, recíprocamente dejamos a la espalda la vida ya vivida. Y perseveramos recordándola.
Una arquitectura humanista debe prodigarse en los lugares de memoria, en las zonas de reserva y en los tesoros de la evocación. Las cosas de vivir, atesoradas en el espacio tanto como en el tiempo, conservan, en su reunión, en sus mutuas relaciones y en su composición significativa, la constitución de una arquitectura efectivamente vivida que es preciso amparar del olvido y el abandono.
Persistimos en nuestro ser mientras conservamos la facultad de conferir sentido al orden de nuestras cosas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (IX)


Jindrich Štreit (1946)

En un sentido existencial, las personas habitamos un horizonte. Y en este horizonte hay, adelante, un punto singular, que es el lugar de lo que vendrá.
La arquitectura humanista se compromete con el amparo de tal horizonte. Es preciso que siempre tengamos el mundo organizado según la línea que separa las cosas de la tierra de las del cielo. Es preciso modular cercanías y lejanías, advenimientos y fatigas, sembrados y cosechas. El lugar de las personas siempre comprende uno y otro lado, porque habitamos su región fronteriza.
La poética arquitectónica es una poética de oteros, terrazas y amplios balcones vueltos a lo que vendrá.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VIII)


Mike Brodie (1985)

Vivimos tiempos en que la baratura comercial de las cosas abomina de la gloria del trabajo implementado en ellas.
El trabajo y su valor están en cuestión: el primero entendido como penuria y el segundo con su mísera asunción como costo. Las cosas se quieren fáciles, baratas y desechables.
Pero una poética arquitectónica humanista reacciona vivamente contra esta ideología dominante. Los lugares del hombre se consiguen sólo con esfuerzo peculiarmente valioso de las personas, que aportan la imprescindible cuota de valor a las cosas del vivir. En virtud de ello, el trabajo debe ser adecuadamente valorado, dignamente considerado y decorosamente tratado en la conciencia social.
No nos merecemos lugares baratos. Nos merecemos lugares valiosos.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VII)


Albarrán Cabrera (1969)

Los seres humanos necesitamos ser encantados.
Hay en el habitar una importante dimensión afectiva que es preciso desplegar en todos y cada uno de los lugares que las personas ocupen. Los lugares deben enamorar a las personas toda vez que estas los hacen propios. Cada lugar poblado debe desenvolver su capacidad de seducción sobre el ánimo de los habitantes que allí celebran identidad, pertenencia y memoria.
Porque sólo lo que llegamos a amar es pasible de atención, cuidado y cultivo.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (VI)


Tasneem Alsultan

El habitar humano se construye siempre bajo un complejo agregado de reglas que definen un juego.
Por lo general, las reglas de los juegos sociales suelen suponer restricciones a las acciones individuales en favor de ciertos órdenes sociales de convivencia, más o menos pacífica y relativamente consensuados. También sucede que no todos los actores sociales detentan cuotas equitativas de poder, con lo que, el ejercicio de formular y hacer cumplir las reglas, proviene de una imposición socia asimétrica.
Pero una arquitectura humanista debe desarrollarse en el sentido de construir reglas que amparen tanto como promuevan la solidaridad intersubjetiva y la liberación generalizada. Sin dejar de ser, por ello, reglas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (V)


Stephanie Sinclair

Los interiores habitados deben contar con la hondura conforme a la propia de los sujetos que los pueblan.
Es que las personas se abisman hacia su subjetividad y el lugar que habitan debe registrar, amparar y cultivar esa interioridad constitutiva. Porque las personas no son sucintas en su ser, es necesario que los lugares que ocupen se desarrollen en profundidad, a efectos de dar a cada sujeto su lugar apropiado. Y quien reivindica las honduras subjetivas particulares, asimismo lo hace con los abismos psicosociales propios de los grupos.
Si comprendemos esto, comprendemos que la arquitectura puede servir a la constitución liminar de las personas en lo que le es más propio: el lanzarse, a la vez, hacia adentro y hacia afuera.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (IV)


Jake Borden

El humanismo arquitectónico implica una superación histórica de la noción equívoca del Existenzminimum.
Allí donde el Existenzminimum se ensaña en confinar los cuerpos y las cosas, el humanismo arquitectónico se prodiga en holguras para que las cosas de la vida consigan estar a la mano, sí, pero cómodamente dispuestas para los rituales de su implementación. Porque hay una arquitectura de gestos del cuerpo en su relación con los atrezos que hay que comprender, respetar y amparar.
La arquitectura humanista supera la idea mezquina del empaquetamiento de los usuarios. Porque no se trata de meras cosas animadas necesitadas de un estuche ajustado, sino de seres humanos desenvolviendo las danzas de la vida. Y, en tales danzas, deben encontrar en cada gesto, las cosas de vivir a la mano. Todas las cosas.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (III)


Alec Soth (1969)

La amplitud conforme es quizá la dimensión primera del confort.
Es exigencia mínima y fundamental que el cuerpo desarrolle sus coreografías de modo tan adecuado como digno y decoroso. Por ello, la amplitud es la medida en que el cuerpo vivo en acción mide efectivamente el lugar habitado. Estas complejas operaciones deben acompasarse y conciliarse en los modos en que los sujetos se alían y compiten entre sí por las extensiones del lugar. La medida de la amplitud se manifiesta en los tonos diversos de las concéntricas esferas pericorporales mediante las cuales los habitantes danzan sus vidas. De esta manera, el acomodo conforme de las amplitudes supone un proceso meticuloso en donde el cuerpo se abre paso en espacio y tiempo, teniendo efectivo lugar.
Una arquitectura verdaderamente humanista debe considerar que debe un celoso servicio a la danza de los cuerpos habitantes, como patrón arquitectónico de composición y dimensionado fundamental, mediante la expresión de la amplitud conforme en todos y cada uno de los lugares habitados.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (II)


Tasneem Alsultan

Una poética arquitectónica humanista debe desarrollar un sutil sentido de las proporciones aplicado a la altura conforme.
El cuerpo y sus expansiones deben abrirse lugar no sólo apenas en un sentido físico, sino también ético y estético. Los gestos, las efusiones y las expresiones del cuerpo deben encontrar unas alturas que, a la vez, resulten adecuadas, dignas y decorosas. Así las alturas son adecuadas en atención a la seguridad, dignas en relación con la estatura moral de los habitantes y su condición especialmente localizada en sus circunstancias, así como resultan apropiadamente hermosas con arreglo a la debida proporción de las danzas de los cuerpos y la contextura general del lugar en donde se desarrollan.
El sentido de las proporciones aplicado a las alturas conformes es uno de los más entrañables compromisos de la arquitectura humanista.

Dimensiones de una poética arquitectónica humanista (I)


Jindrich Štreit (1946)

Una arquitectura humanista comienza por ser concebida, desarrollada y resuelta a partir de la práctica de marcha del habitante.
Lejos de conformarse con los ejes geométricos del espacio abstracto, se compone con la práctica del lugar concreto, a lo largo del espacio-y-el-tiempo vividos. Así la composición de los lugares obedece a la ley del laberinto, de la sucesión de esferas, de la sucesión de umbrales. La profundidad perspectiva efectivamente hecha experiencia por el habitante es, por ello, la dimensión primigenia. La sucesión de los pasos, tanto en el andar acuciante como en el errar distraído debe configurar el sustrato compositivo de tal arquitectura.
Una arquitectura así se echa a andar, siguiendo de cerca la marcha de sus habitantes. Y cuando seguimos esta marcha, seguimos su vida. Como corresponde.

Examen de lo infraordinario (III)


George Georgiou (1961)

Una vez que nos situamos, podemos negar, a la vez, tanto el tránsito como la detención y, de este modo, nos constituimos en el umbral que nos corresponde.
Al fin llegamos a nuestra habitación del paso, de la frontera, del término. Al fin estamos y dejamos huella de Un Lado, pero afectados por la emergencia plena del Otro Lado. Nos constituimos como seres liminares, esto es, habitantes de comienzos y confines.
Asomarse a un espejo y trasponer una puerta tienen en común una sutil taciturnidad en donde nuestro acaso se reduplica en el lugar. Porque siempre estamos en el borde, expectantes. Porque somos ese borde. El borde que alía a la vez que escinde el pasado con el futuro, adelante con detrás, afuera con adentro.
Así es que llegamos a nuestra condición originaria, estremecidos defensores de los dinteles y los arcos.

Examen de lo infraordinario (II)


George Georgiou (1961)

Solemos incurrir en detenciones, cuando y en donde nos disponemos a esperar. Nos asentamos, sentamos plaza, nos paramos en la huella. El camino deja de serlo entonces para mudarse en un hito. Nos acodamos en el lugar recién consagrado.
Parece que mientras andamos, hablamos, pero cuando nos detenemos, escribimos. Es que nos registramos en nuestro lugar de quietud. Somos el cuerpo que escribe estoy aquí, cuando se realiza tal operación, porque no solo basta con llevarla a cabo, sino que hay que significarla en toda su futilidad. Es que tenemos lugar allí, en el lugar que hacemos —tan equívoca y tan legítimamente— nuestro.
Si andamos, practicamos un laberinto, mientras que estando construimos esferas. Constituyendo estancias, hacemos lugar a la habitación y comenzamos por detentar una morada. Luego reemprenderemos la marcha. Ahora es tiempo de darse el tiempo.

Examen de lo infraordinario (I)


George Georgiou (1961)

Con respecto a la marcha, sólo podemos estar razonablemente seguros que hemos operado una partida. En cuanto a una eventual llegada, sin embargo, todas son irresoluciones, salvo en un caso, del que nadie quiere hablar, por lo general. Así que todo es partir o, más bien, recomenzar el viaje que uno ha iniciado en aquellos lejanos tiempos en que dio sus primeros pasos, calurosamente festejados por sus familiares más cercanos.
Los recorridos cargan con el peso del significado de ser representaciones de toda la vida, reducida a su operación esencial e infraordinaria, que es constituir un andar, una expedición, una empresa. Por ello, el errar, el paseo, el despreocupado vagabundeo son verdaderas magnificencias que sólo se pueden permitir algunos en unas muy señaladas circunstancias. Por lo general, todos vamos recto, raudos y cabizbajos a nuestros asuntos.
Pero todo andar no es otra cosa que la elemental coreografía de nuestra condición primigenia de transeúntes, ambulantes precarios de una única peripecia.
El ir y venir constituyen, de este modo, alternativas ilusorias de un único deambular ajetreado entre los morosos comienzos y el postrero destino final.

El interés por lo infraordinario (III) La poética de la vida


Georges Perec

Lo que pasa realmente, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que pasa cada día y de lo que vuelve a pasar, de lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo?
Georges Perec

La propuesta de nuestro autor es tan genial como quijotesca.
En efecto, es de esos emprendimientos cuya asunción es ensalzable, pero de consecución probablemente farragosa. Es que lo que vivimos, más allá de los eventos extraordinarios, merece una poética, además de un asedio científico riguroso. La poética, en todo caso es un juego de espejos, mientras que la indagación se da de lleno con la sustancia propia del habitar.
El autor de nada menos que un título como La vida, instrucciones de uso es un cultor de un asedio literario a lo infraordinario, y, al hacerlo, señala un camino para quienes, desprovistos de talento literario, no obstante, buscamos afanosamente la poética propia de la vida, para aprender algo de ella.

El interés por lo infraordinario (II) La poética de la vida


Georges Perec. La vida, instrucciones de uso

Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario.
Georges Perec

Es forzoso rendirse a la evidencia del papel trascendente que tiene para toda literatura posible, la virtud poética del acontecimiento.
El suceso insólito es, por sí mismo, un signo de lo extraordinario que deja una marca en la superficie prístina del mundo vivido. La poética explota esta virtud, bien porque simplemente se hace eco de lo vivido, bien porque encuentra las mejores palabras para dar cuenta de esto. Quizá por ello la literatura, por lo general, acude al evento en busca de atención, interés y belleza. La virtud poética, entonces es propia del acontecimiento insólito y todo lo demás viene en añadidura. Pero, es preciso reconocerlo, en la poética de la vida no todo es, necesariamente, extraordinario.
Otro asunto de interés es la invocación de Perec a lo que nos habla. Hay una poesía primigenia en el decir, antes de la constitución de su registro escrito. Y este proferir es asunto más de la vida misma que la del poeta, que siempre viene después y en consecuencia. Porque la vida imita al arte cuando produce significados. Luego es que el arte poético produce sentido al referirse a lo que vive.
Así, la escritura de la vida no es más que un signo durable de un signo fugaz de habla que es signo. a su vez, del evanescente declinar de las cosas de la vida. Con tan complejas operaciones semióticas es esperable que prevalezca apenas lo extraordinario.