Hélène Binet
Alternamos
nuestra vida cotidiana entre la habitación de modo gregario, y otra habitación
en un modo apartado. En esta última modalidad, poblamos la reserva de soledad a
la que nos impulsa la condición contemporánea.
No
pocos ámbitos arquitectónicos actuales tienen la paradójica constitución de
lugares públicos en los que los sujetos se distancian entre sí y se recluyen en
una soledad que adquiere ciertos rasgos ominosos. Los demás deben allí ser
alejados todo lo posible, porque siempre son extraños, perturbadores cuando no
francamente amenazantes. Parece haber una oscura relación entre las miserias de
los espacios domésticos, que constriñen la vida privada en celdas oprimentes y
la disposición de vastos espacios que no merecen la caracterización
antropológica de lugares, allí en donde se escabullen los sujetos en busca de
alguna madriguera más acogedora.
Por
obra de los contabilizadores inclementes del aire, en vez de una trama
articulada y continua de lugares, disponemos cada vez de una yuxtaposición de
puros espacios abstraídos, en donde apenas si nos habitamos a nosotros mismos
en la fragilidad de una soledad que no sabemos si es una adquisición propia o
una condena extraña.
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