Habitar
un lugar es producirlo.
Esto
es particularmente perceptible en el caso de los establecimientos
gastronómicos. Ciertas cafeterías deben su notoriedad a la concurrencia
pertinaz de consumidores que, con sus costumbres prestan una singular fisonomía
a la atmósfera del lugar. El paso del tiempo va depurando los tonos, los
matices y las fragancias. El lugar se va cargando con los posos de los afectos.
Luego,
al difundirse esta reputación, el establecimiento se llena de turistas. Y
entonces el lugar sólo cuenta con apenas el recuerdo de su gloria.
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