En
estos tiempos de comunicación en formato electrónico cabe preguntarse por el
sentido —que podría suponerse superviviente—, de la clásica biblioteca.
Desde
tiempos inmemorables y haciendo caudal de una conducta muy básica, los seres
humanos hemos dedicado tiempo y esfuerzo a la acumulación de textos. Después de
todo, una de las funciones de la escritura es la perduración y esta no tiene
sentido más que en su prolija disposición en los lugares dedicados a la
memoria.
Pero
para muchos una biblioteca adquiere con el tiempo un valor superior a la mera
acumulación: constituyen, en un sentido vicario, pero no despreciable un
itinerario de vida intelectual. ¿Qué libros leímos en nuestra juventud y no
volveremos a recaer en ellos? ¿Qué libros han confrontado largas y frecuentes
consultas? ¿Cuáles son los títulos presentes y cuáles los omitidos?
Un
paso más es posible dar en la construcción posible de sentidos para la
biblioteca: si hay quien dice que uno es
lo que come, yo preferiría optar por la fórmula uno es lo que ha leído y conserva en sus anaqueles.
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