Las fiestas son una especie de
habitáculo sagrado en el seno del tiempo, el equivalente del templo o del
monumento en la dimensión espacial, un refugio –o una turbulencia– en que el
ser humano dramatiza el sentido último de su existencia como ser social, las
condiciones que la hacen posible, aunque sea a la vez que en cierto modo la niegan.
Eso implica que la fiesta implica
una manipulación del tiempo que lo anula, en el sentido de que lo convierte en
reversible, lo ahueca, lo agujerea, lo suspende. La fiesta, como el intervalo
musical o como la propia partitura, es lo que permite percibir la duración y
ocupan sin duda un tiempo, pero, en cambio, no nos equivocaríamos si dijéramos
que no tiene duración, implica una puesta en suspenso del mismo devenir del que
son la exaltación misma. La fiesta implica algo así como un tiempo muerto –en el
sentido que se emplea esa expresión en el lenguaje deportivo– cuya toma en
consideración haría de la fiesta una concreción, a nivel colectivo, del papel
de los "instantes sin duración" que Bachelard oponía a la duración
bergsoniana como instrumentos de una "discontinuización" del tiempo y
que eran síntesis no medibles de ser, núcleos de acción, memoria de energía,
momentos complejos capaces de reunir heterogéneas simultaneidades.
Manuel
Delgado, 2019
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