Plumas ajenas: Manuel Delgado


Las fiestas son una especie de habitáculo sagrado en el seno del tiempo, el equivalente del templo o del monumento en la dimensión espacial, un refugio –o una turbulencia– en que el ser humano dramatiza el sentido último de su existencia como ser social, las condiciones que la hacen posible, aunque sea a la vez que en cierto modo la niegan.
Eso implica que la fiesta implica una manipulación del tiempo que lo anula, en el sentido de que lo convierte en reversible, lo ahueca, lo agujerea, lo suspende. La fiesta, como el intervalo musical o como la propia partitura, es lo que permite percibir la duración y ocupan sin duda un tiempo, pero, en cambio, no nos equivocaríamos si dijéramos que no tiene duración, implica una puesta en suspenso del mismo devenir del que son la exaltación misma. La fiesta implica algo así como un tiempo muerto –en el sentido que se emplea esa expresión en el lenguaje deportivo– cuya toma en consideración haría de la fiesta una concreción, a nivel colectivo, del papel de los "instantes sin duración" que Bachelard oponía a la duración bergsoniana como instrumentos de una "discontinuización" del tiempo y que eran síntesis no medibles de ser, núcleos de acción, memoria de energía, momentos complejos capaces de reunir heterogéneas simultaneidades.
Manuel Delgado, 2019
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