Se ha escrito a menudo que todo lugar está cargado
de latentes presencias: marcas dejadas inevitablemente por construcciones
anteriores. Una obra de arquitectura sería la que recogiera estas presencias
invisibles, huellas de pasos anteriores. La arquitectura no se emplazaría sobre
un espacio virgen ni se comportaría o se situaría como si el espacio fuera
virgen, como si nadie hubiera estado allí antes.
Pero Platón, quien posiblemente creyera en que
toda forma construida debiera estar influida por el eco de formas pretéritas,
también asumía que el pasado era un tal lastre que no cabía sino olvidarlo, si
se quería construir "de nuevo". Esta construcción, sin embargo, no se
llevaba a cabo inocente, orgullosamente, sino con mala conciencia. Platón era
consciente que se edificaba sobre ruinas, y que éstas, trágicamente, debían
dejarse de lado, olvidarse -lo que era imposible- si se quería levantar una
nueva forma no marcada, lastrada o deformada por un pasado que, queriendo ser
olvidado, sigue presente.
La arquitectura se hallaría así entre dos
presencias: la que peleaba por aparecer y las que habían caído pero seguían,
como almas en pena, rondando el lugar. Construir era derribar. Se edificaba
sobre el derribo de la memoria, teniéndola bien presente pero tratando, a fin
de avanzar, de hacer oídos a sus lamentos, su exigencia de ser tenidas aun en
cuenta, de no querer o poder ver lo que hubo. Se construía, según Platón, con
"mala consciencia", sabiendo que para operar bien se debía desatender
a lo que exigía cuidados.
El olvido -que no la ignorancia- es quizá la
condición de la edificación
Pedro Azara, 2016
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