La arquitectura siempre contiene un habitante. Y
eso aun antes de ser habitada. Al proyectar esta paradoja es de las más
productivas para no olvidar que el futuro de la obra debe sustituir ese molde
imaginado en el proyecto, por el habitante real.
Dicho de otro modo, la arquitectura nunca es una
habitación vacante. Cada obra construida mantiene un sistema previo de
relaciones con el hombre, sea con sus medidas o con sus sueños, que hace
imposible concebirla deshabitada aunque permanezca vacía. Toda habitación tiene
preformado un habitante fantasma que se convierte en el acontecimiento
fundacional para el espacio que le rodea. De ese modo cada obra de arquitectura
es un recipiente de esa criatura hechizada por el espacio aun antes de tener
nombre y cuerpo propio.
Santiago
de Molina, 2016
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