Hay
quien compromete su oficio de arquitecto con el desafío de materializar una
magnífica obra en el seno de todo el conjunto de cosas útiles que nos rodean en
la vida. Edificar tiene, en consecuencia, un sentido tanto realizador como
moral. Un cierto temple del espíritu es tanto una causa eficiente como
material: construir es siempre una proeza. No obstante, construir no es un fin
en sí mismo.
Hay
otros que actúan movidos por el designio de la síntesis de la forma. Operadores
de alto talento intelectual, su consigna es transmutar la sustancia de la idea
en formas. Es encomiable la capacidad creadora, las mañas del homo faber, que,
con mañas de soñador inspirado, logra condensar superiormente la materia del
deseo. No obstante, proyectar —o más propiamente, diseñar — no es un fin en sí mismo.
Hay
otros que buscan servir al mejor habitar de las personas. Indagan en las
conductas, en los deseos, en las demandas, en las críticas y se aplican con
ahínco en buscar alternativas a los modos de vida actual en todos aquellos
aspectos en que este habitar se revele insatisfactorio. Servir al habitar
humano puede ser un fin en sí mismo.
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