Hay
una cultura —que en gran parte es la nuestra— que confina el refinamiento
estético como una rareza.
Las
bellezas del arte se sustraen del escrutinio público y pueblan las salas
silenciosas de los museos. Los versos más inspirados yacen mudos en los más
polvorientos anaqueles. Las más exquisitas músicas son un vago recuerdo de
taciturnos melómanos.
Una
civilización verdaderamente rica y sana difundiría lo estético en la totalidad
de la vida social. La belleza dejaría de constituir una rareza, para propagarse
ubicua por cada uno de los rincones habitados.
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