Con
el dominio casi absoluto de la vista y del oído, los otros sentidos se resignan
a un segundo plano de consideración.
Esto
parece peculiarmente claro en el caso del olfato. Se lo trata como un sentido
primitivo, animal, instintivo que sólo aparece emerger con el espanto radical
por el mefitismo. De los lugares parece esperarse que no huelan particularmente
a nada.
Sin
embargo, lo hacen. Nuestra acuidad apenas reconoce un tono, un fondo
perceptivo: las escuelas, los hospitales tienen un aroma particular y
distintivo. Por su parte, los comerciantes de ropa femenina rocían
discretamente sus ambientes como estímulo a la adhesión poco consciente y el
incremento consecuente de las ventas. Proliferan las ofertas de la industria de
los productos para la limpieza y aún los dispositivos para perfumar los
ambientes. Las amas de casa, se piensa, quieren que su residencia huela a limpio,
como prueba patente de la limpieza imperante.
Pero
si cavamos en nuestra memoria, ha habido lugares que han portado su propia
fragancia: las maderas, los cueros, las tapicerías, aún el polvo no removido.
Habría
que prestar mayor atención a la dimensión osmotópica1 de las
atmósferas habitadas.
1Del
griego osmos, olor
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