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residuos en Montevideo sale de un contenedor luego de buscar algún objeto
comercializable
En
nuestro país, en los últimos años se ha desarrollado una multiplicidad de
políticas sociales de inclusión social.
Son
políticas que buscan combatir diversos fenómenos de discriminación de variados
tipos. Es así que hay políticas enfocadas a la segregación económica, en lucha
contra la pobreza extrema, asistiendo a
la población pobre y aún indigente con dinero, alimentos, asistencia médica y
servicios educativos públicos. También hay programas de reasentamiento que
buscan —para quienes residen en infraviviendas ocupando informalmente ciertas
zonas— que pasen a residir en localizaciones regulares, saneadas y con
disposición de servicios. También hay políticas en contra de la discriminación
étnica, de edad o de género. Todo esto, en principio y más allá del juicio
sobre su efectividad y eficacia relativa, está bien y debe apoyarse.
Pero
cabe una observación: mientras que las políticas sociales de integración social
son discretas y específicas, esto es, atienden de a uno y problema a problema a
los afectados, mientras sucede efectivamente esto, por otra parte, la sociedad
y su economía persiste en una masiva y generalizada segregación sistémica.
Así,
el proceso de segregación socio-espacial persiste en nuestras ciudades. Los
nuevos conjuntos habitacionales se sitúan en las periferias, mientras que en
las áreas centrales se vacían progresivamente en un deplorable espectáculo de
fincas y comercios vacíos, a la espera de una sustitución inmobiliaria que
tarda en concretarse. Los pobres, aún con viviendas adecuadas, se sitúan en
locaciones alejadas de todo servicio urbano, el que será provisto, no sin dificultades
y retrasos, por la inversión pública.
Todo
parece indicar que mientras que las políticas públicas gotean hacia el espacio
social, la segregación socioeconómica sigue inundando las cuencas.
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