Desde
que el fuego ha podido ser un recurso de la actividad humana, se ha convocado
en torno suyo tanto la sociabilidad comunitaria como el misterio.
Por
una parte, la preparación y el consumo de la comida aparecen indisolublemente
vinculados al intercambio lingüístico. Con el vientre lleno es posible el
pensamiento especulativo y la reciprocidad comunicativa, es posible la
ceremonia del simposio.
Por
otra, el misterio de la constitución (¿de qué sustancia se trata?) y de su
comportamiento —transformador de recursos en comidas, tanto sanctas como non
sanctas— no anda muy lejos del fuego la magia, la alquimia, cierto saber
ancestral de las mujeres que preparan tanto las delicias más sublimes como los
maleficios más oscuros.
El
fuego se emplaza, en el habitar de los seres humanos, en el cruce de los
caminos que unen y separan, a la vez, lo crudo de lo cocido, el remedio del
veneno, las ofrendas a los dioses de las ofensas al hostil.
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