Plumas ajenas: Manuel Saravia Madrigal

Habitar un territorio es marcarlo, lo acabamos de decir; pero también reconocerlo y recorrerlo. Ivan Illich solía hablar del «equilibrio múltiple»; y recordaba que la vida humana sólo se da en una situación de equilibrio de numerosas facetas y dimensiones. Voy a señalar una serie de campos relacionados con el hecho de habitar (un lugar, un territorio, una ciudad, un barrio), e indicar en ellos condiciones de equilibrio que posibilitan la vida y nos permiten, en consecuencia, considerarnos habitantes.
Por de pronto, habitar un territorio es recorrerlo a pie. Sólo así es posible crear un ambiente a lo largo de la propia ruta. Andando se responde a un mundo que se ofrece gratuitamente al caminante. Al andar, se quiebra el monopolio sobre la imaginación de los consumidores, en cuanto al transporte y la movilidad. Se responde a la capacidad innata de moverse. Desde luego, hay que contar con un espacio de madurez tecnológica. Pueden no bastar los pies. «En términos de circulación, éste es el mundo de aquéllos que han ensanchado su horizonte cotidiano a trece kilómetros, montados en su bicicleta. Al mismo tiempo es el mundo marcado por una variedad de motores subsidiarios disponibles para cuando la bicicleta no basta y cuando un aumento en el empuje no obstaculiza ni la equidad ni la libertad». Pero la base insustituible del movimiento es el andar.
Habitar un territorio es también viajarlo. «Cualquier lugar está abierto a toda persona que lo viaja sin roturar la tierra». Viaje corto, pero igualmente la posibilidad de los viajes largos, donde el mundo está a disposición de todos, «a su albedrío y su velocidad, sin prisa o temor, por medio de vehículos que cruzan las distancias sin roturar la tierra, sobre la cual el hombre ha caminado con sus pies por cientos de miles de años» . Al viajar se atiende a la necesidad de búsqueda, a la persecución de lo que enseña el vacío, el silencio, de lo que no se muestra con la evidencia: una forma de viaje radicalmente amenazada hoy.
Pero si es moverse y desplazarse, habitar un territorio es también demorarse en él y sobre él. Perder el tiempo, calentarse al sol. Estar, sin hacer nada, en los lugares: la contemplación, la pulsión de la inacción, el descanso, la respiración. Una contemplación siempre vista con recelo por el sistema (por cualquier sistema), si no va acompañada de alguna componente económica. Se podía hablar también de que habitar un espacio es recordarlo (aludir a los precedentes, conjugar sobre él metáforas), soñarlo (abrirlo al horizonte), recordar soñando. Porque, en efecto, habitar es soñar: «Los sueños han dado forma siempre a las ciudades; y las ciudades, a su vez, han inspirado sueños» (Illich, 1989!). Habitar un territorio es, digámoslo otra vez, tomarlo y marcarlo; aun bien con nuestras emociones, sentimentalmente, y con nuestras ilusiones.
¿Qué equilibrios, pues, hay que garantizar? Los de la movilidad, el descanso, la conservación. Tres facetas radicalmente amenazadas.
Manuel Saravia Madrigal, 2004

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