Peder Severin
Krøyer (1851- 1909) La familia
Hirshsprung (1881)
El aire nietzscheano es
entonces una extraña sustancia, es la sustancia sin cualidades sustanciales.
Puede, por lo tanto, caracterizar al ser como adecuado a una filosofía del
devenir total. En el reino de la imaginación, el aire nos libera de las ensoñaciones
sustanciales, íntimas, digestivas. Nos libera de nuestra adhesión a las
materias: es, pues, la materia de nuestra libertad. A Nietzsche el aire no le
trae nada. No le da nada. Es la inmensa gloria de una Nada. Pero no dar nada
¿no es el más grande de los dones? El gran donador de las manos vacías nos
libera de los deseos de la mano tendida. Nos acostumbramos a no recibir nada,
en consecuencia a tomarlo todo.
Bachelard,
1953
Si
nos gana el ensueño del aire, entonces nos rendimos a la evidencia que, ante
todo, habitamos atmósferas.
Respiramos
con serenidad el lugar que nos acoge de buen modo y nos irrita cualquier leve
dificultad al respecto. Una atmósfera irrespirable nos desasosiega
simbólicamente y nos asfixia físicamente. Una atmósfera propicia es aquella que
nos inspira, esto es, que estimula el genio interior mediante hálitos
propicios.
Adherimos
con placer a esa sustancia sutil, diáfana y fresca como apreciamos el valor de
lo puro, despejado y límpido. El aire, afirma con razón Bachelard, es la sustancia
por excelencia de la libertad. No hay miedo mayor, quizá, que la condena a la
angustia del confinamiento opresivo.
Una
fresca brisa siempre es una bienvenida novedad, mientras que la atmósfera
despejada es un valor fundamental de nuestra calidad de vida. Una atmósfera
sana es sinónimo de un ambiente que hace posible la alegría. El aire, decía Le
Corbusier, constituye una alegría esencial de la vida.
Gran
parte del desvelo arquitectónico debería propender a proteger y promover la
constitución de atmósferas adecuadas, dignas y también decorosas. No se trata
sólo del aire, sino de los que lo habitan.
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